Al este, unas oscuras nubes acompañadas de ráfagas de viento anuncian una corta visita a la plaza Varela, ubicada en el boulevard Artigas, uno de los principales de la ciudad. Mientras voy llegando, lo primero que diviso es un conjunto de estatuas en mármol blanco, encabezadas por una en bronce, que representa al reformador José Pedro Varela, quien da nombre a la plaza. Rodeando las estatuas hay una hermosa explanada de color blanco, aunque no tan hermosa para jugar al fútbol, porque en vez de ser lisa, está hecha de pequeñas piedras, enemigas acérrimas de las rodillas de los niños.
Una escalera me lleva a la parte superior de la plaza, donde el olor a pasto recién cortado se entremezcla con el de la inminente lluvia. Hay varios bancos, unos en buen estado, otros un poco más deteriorados y los serpenteantes caminos de pedregullo que separan unas y otras zonas de verde pasto están bordeados de muritos para sentarse, pero escojo un banco, para poder apoyar mi vieja espalda. Cerrando los ojos puedo distinguir dos mundos de sonidos bien distintos, casi enemigos: los ruidos de autos y autobuses, con sus bocinas, sus alarmas y sus caños de escape, versus los cantos de los pobres grillos y pajaritos, en amplia minoría. El que más suma al equipo naturaleza es la dupla viento y hojas, que da buena batalla al equipo urbano.
Toda la plaza está rodeada por distintos árboles, desde palmeras grandes y chicas hasta arbustos y una especie de conífera. También los hay desperdigados por los espacios verdes, uno de ellos tiene atado con una fina linga de acero a un perro inquieto, que muerde ramas caídas y persigue las hojas que el viento empuja. Su dueño es un muchacho en sus treintas, que despreocupado parece tomar notas en un cuaderno de tapa dura.
La plaza también posee una parafernalia de juegos para niños: hamacas, subibajas, toboganes y una especie de cactus de metal para treparse. La versión económica de la jaula de los monos, pienso.
Al costado de los juegos a los que ningún padre trajo hoy a sus hijos está la casilla del cuidador de la plaza, a quien busco con la mirada y encuentro haciendo su ronda a lo lejos. Durante esa búsqueda pasé la mirada por un cartel que tiene escritos unos desafíos para los visitantes, que una minoría llama “reglas y prohibiciones de la plaza”. Siento un poco de pena por el cuidador.
Llevo ya varios minutos en la plaza y empezaba a llamarme la atención no encontrarme la típica imagen infaltable en toda plaza montevideana, hasta que la veo: una pareja caminando, él con un termo bajo el brazo, ella tomando una infusión de yerba mate por una bombilla. Contrasto esa postal con otra más nostálgica, un señor de unos cuarenta años, sentado de piernas cruzadas, mirando a lontananza. Y luego contra otra definitivamente triste, un hombre harapiento, de caminar cansino, revolviendo un tacho de basura. Al costado de un bebedero, algún vecino solidario ató un bidón de plástico que ingeniosamente transformó en un dispensador de bolsas, para que nadie tenga excusa para no recoger los desperdicios de su perro.
El mencionado viento hace que el calor de media mañana de febrero se apacigüe, templando el clima de manera ideal. Aunque no ideal para las dueñas de esas faldas frustradas, que en su infancia quisieron ser tutús, y ahora las ráfagas están cumpliendo esos sueños olvidados. Tampoco es muy apreciado por una señora que se aferra con ambos brazos a una bolsa para que no se le vuele.
Es lamentable, pero un elemento casi predominante en la vista son los graffitis. Cualquier espacio plano de más de medio metro cuadrado tiene el suyo, ya sea parada de bus, parte de atrás de cartel (e incluso parte de adelante) o papelera. A raíz de eso observo los postes de luz y los intuyo insuficientes en comparación a la inseguridad y vandalismo de hoy día.
Mis análisis sociales son interrumpidos por un sonido rítmico inconfundible a mi espalda: toc, toc, toc. Pasos de mujer con tacos. Antes de darme vuelta para confirmar con mis ojos lo que capté con mis oídos, mi olfato les gana de mano, percibiendo el intoxicante aroma de su perfume. Es en este preciso momento en que los dioses del clima se aburren de este escenario y largan un violento chaparrón, ahuyentando mujeres con embriagantes aromas, hombres con miradas perdidas, perros juguetones y viejos escritores.