miércoles, 25 de enero de 2017

¿Por qué escribir?

Hace unos días leía acerca de la creación de personajes (de rol, no de ficción, pero da igual) y el libro decía que lo más importante es preguntar una y otra vez ¿por qué?
Fulanito odia los orcos. ¿Por qué los odia?
Menganito es muy tímido y reservado. ¿Por qué es así?
Entonces una mañana de esas en que te despertás más temprano de lo que quisieras, al intentar recuperar el sueño me preguntaba, ¿por qué se me dio esto de empezar a escribir?

Desde hace ya bastante tiempo me pasa algo que me cuesta bastante explicar, porque no lo tengo demasiado claro tampoco.
En lo cotidiano me encuentro con "cosas" que me gustaría "atesorar"... ¿Qué quiere decir esto?
Con cosas, no me refiero ni a sellos, ni monedas ni figuritas, no son objetos materiales. Son frases, situaciones, escenas, imágenes, ideas, personas y personajes, características, desde físicas hasta de personalidad. Es como una especie de fascinación por estos intangibles, sin saber cómo canalizarla.
La parte de atesorar es la más complicada. Gracias a que mis padres consideraron que era importante, tuve la suerte de tener computadora en casa desde niño (habiendo nacido en el '86 no era algo tan habitual). Y aún hoy, 20 años después, todavía tengo en "Mis Documentos" carpetas de aquella época, con frases, imágenes o archivos que es probable que ni recuerde que tengo. Pero eso, amigos, no es atesorar, eso es simplemente guardar, acumular. 
Hace años encontré una manera de al menos expresar ciertas, llamémosle ideas, mediante este blog. Sin darme cuenta, había encontrado una buena manera de atesorar, porque no es guardar en un oscuro rincón de un disco duro, es reflexionar, moldear, hacer propio. 
Ojo, esto no siempre fue así. Como pueden ver, los inicios de este blog no difieren mucho de lo que hoy es una publicación en un muro de Facebook, o de lo que en esa época era una PPT enviada en una cadena. 

Pero fue recién en 2016 que, sin saber realmente cómo, me di cuenta de que este viejo método del escribir no tenía que ceñirse sólo a ideas pelotudas que me parecen interesantes o a opiniones subjetivas. Escribiendo se puede atesorar todos esos elementos de la lista que mencioné más arriba. Y no, está claro que "escribir" no necesariamente implica escribir una trilogía de novelas, best sellers en el New York Times. Escribir es eso, escribir. Soy un fantasma, pero no tanto como para ponerme a dar consejos sobre qué/cómo/dónde escribir, porque la verdad es que tampoco lo tengo claro. Si quieren consejos de gente que sabe, busquen en internet, o avisenmé que con gusto les puedo recomendar páginas y libros al respecto. 

Lo que sí puedo hacer, bien de atrevido no más, es hablar de por qué escribir, y para quién escribir.
Escriban porque tienen ganas de hacerlo (corolario, no escriban si no tienen ganas de hacerlo), porque sienten que tienen algo adentro que les parece que estaría mejor si se convirtiese a palabras. Hasta el mero hecho de llevar un diario es un buen ejercicio, porque invita diariamente a la reflexión, y de manera profunda. Porque una cosa es reflexionar antes de acostarnos lo que hicimos en el día, pero otra muy distinta y muy superior es tener que transformarlo en un texto, porque nos obliga a concretizar cosas que si no quedan en abstracto, a la vez que nos permite guardar un histórico de quiénes éramos en ese entonces. Mi querido Dr. House me atrevo a decir que sólo se equivocó en una cosa en su vida, y fue en decir que la gente no cambia. No, por suerte la gente sí cambia. A veces para peor, pero idealmente para mejor....

¿para quién escribir? escriban para ustedes mismos, no para que otros lo lean y les guste, porque quedensé tranquilos que en muchísimas cosas no, pero en esto, sí que el crítico más exigente serán ustedes mismos.

lunes, 16 de enero de 2017

Ejercicio Nº11 - Puente

Siempre que Clara deseaba alejarse del mundo para poder pasar un rato con ella misma, acudía al mismo lugar, al viejo puente de piedra sobre el río Tahlin. Los ruidos metálicos que se desprenden de su bicicleta en cada pedaleada no le permiten apreciar la riqueza de sonidos naturales que ese lejano paraje provee, por eso ella tiene la costumbre de desmontar su bici y dejarla recostada contra un árbol veinte metros antes de llegar al puente, para poder absorber la energía de ese lugar aun antes de llegar. Esos pocos metros de caminata no los recorrió con la velocidad habitual por más que la vacilación en sus pasos era casi imperceptible. Lo que sí podría haber notado cualquier observador por más distraído que fuere, es como cada pocos pasos Clara tanteaba el bolsillo de su falda, para asegurarse que su contenido seguía allí.
El puente era curvo, de unos cuarenta metros de lado a lado y con una baranda de un metro de altura, lo suficientemente ancha como para sentarse cómodamente. Como era su costumbre, se sentó en el punto más alto de la curva, con sus pies descalzos mirando hacia afuera del camino, hacia el sur. Sacó la carta de su bolsillo, la cual se había arrugado todavía más con el viaje, pero no la leyó, no hacía falta, la había leído tantas veces que casi podría recitarla de memoria. Sólo se limitó a apoyarla en su regazo, doblada de tal manera que lo único que se leía era el “YEMA” escrito de puño y letra del amor de su vida, ese tonto apodo que le había puesto hace ya tanto tiempo.
A juzgar por la altura del radiante sol de primavera, pasaban algunas horas del mediodía. Los grillos ensayaban duelos de payadas en su propio idioma, mientras las mariposas jugaban a la mancha. Clara no pudo evitarlo y volvió a abrir la carta, y leyó por enésima vez (aunque por primera vez en voz alta), la penúltima oración:
Amada mía, si salimos victoriosos en la batalla del mes entrante, es muy probable que ganemos esta guerra de una buena vez. Y si Dios así lo quiere, pretendo ir a buscarte y pedirte de rodillas si quieres ser mi esposa.
La última palabra la dijo con la voz cortada, a la vez que una única lágrima rodó por su mejilla y cayó en el río, donde se perdió con tantas otras lágrimas anteriores.
En el agua, dos pececillos se perseguían en círculos, pero la chica, abstraída como estaba en sus propios pensamientos, vio en ellos representado el símbolo oriental del yin-yang, las fuerzas opuestas y complementarias, lo que tomó como señal para leer el final de la carta:
Sé que tu padre jamás lo permitiría, pero si tu estas tan segura como yo, de que quiero pasar el resto de mi vida contigo, ya tengo un plan para que huyamos juntos. Para siempre.
Las mariposas parecían haber preferido mudar su cancha de juegos al estómago de Clara, y el sonido de las ardillas era como si le hicieran burla a sus pensamientos, que pasaban por su cabeza a máxima velocidad.

Clara miró a sus espaldas, al lado norte del río, y se sorprendió de que a lo lejos estuviera empezando a formarse unas nubes un tanto amenazantes y al girar su vista al oeste, vio como el atardecer no estaba lejos. ¿Cuántas horas había estado absorbida en sus cavilaciones?

miércoles, 11 de enero de 2017

Ejercicio Nº10 - Clima

Uruguay siempre se jactó de tener un clima muy benevolente para con sus ciudadanos. Sí, es verdad que benevolente no implica predecible, ya que un soleado mediodía puede transformarse fácilmente en una lluviosa tarde, y viceversa. Pero la ausencia de terremotos, tornados, tsunamis, huracanes y toda esa parafernalia climática que la Tierra usa para vengarse de sus viles habitantes hace que de lo único que los uruguayos tengan para quejarse, es de la humedad; porque ni nieve tienen. Todo esto hace que este país tenga un clima más que deseable. Al menos hasta el año 2005…

El 23 de Agosto de 2005 fue un martes, y Gabriel se encontraba trabajando en su oficina de la Dirección Nacional de Meteorología. “Trabajando” es una rotunda exageración, ya que Gabriel estaba muy ocupado en otros menesteres. El 25 de Agosto se conmemora la Declaratoria de la Independencia y desde hace años, la víspera de este feriado nacional se ha convertido en una fiesta denominada La noche de la Nostalgia. Gabriel había prometido llevar a su novia a una fiesta de disfraces, pero faltando apenas 30 horas para dicha fiesta, él aún ni sabía de qué iría disfrazado. Es por eso que mientras en su monitor secundario tenía el mapa climático, en el principal recorría página tras página de alquiler de disfraces. 
Cuando a las 18:01 se encontraba apagando sus equipos para salir corriendo a Superfiestas a retirar el disfraz que había elegido, le llegó un email de Metsul, la agencia análoga brasilera. Miró de reojo el asunto, que ponía “Alerta de ciclón”, pero ni se molestó en abrirlo, ya que unas horas antes, su compañero del turno anterior ya había emitido una alerta roja oficial, previendo “vientos muy fuertes” de hasta 60 Km/h, algo que no es atípico en esta estación del año. Si sólo hubiera leído ese email…

Carla tuvo que quedarse trabajando hasta tarde el martes. Hasta muy tarde de hecho, ya eran las once de la noche y ella aún seguía en la oficina. Mientras hacía las últimas pruebas al software que había tenido que corregir, la joven programadora escuchaba a través de la ventana la lluvia torrencial. Y encima dejé el auto a tres cuadras. Pensó mientras apagaba las luces y ponía la alarma. Esa mañana su celular le había avisado que ese día llovería, entonces había tomado el recaudo de llevar un paraguas. Estuvo a punto de tirarlo en el primer tacho de basura que se cruzó, al descubrir que lo complicado no era la lluvia, sino el imponente viento que soplaba.
Luego de varios años de ahorro y de la colaboración importante de las horas extras como las de hoy, Carla hacía cinco meses que era la feliz propietaria de su primer autito, un Fiat Uno del ‘95. Su escasa experiencia al volante no fue la suficiente como para hacerle pensar que manejar por la rambla con este viento no sería el camino más adecuado. Cuando pasó por la zona del puerto, su auto era zarandeado por el viento lo que la dejó bastante asustada. Fue por ese miedo que le pareció haber visto mal, cuando a unos cuatrocientos metros una pila de cinco contenedores de repente tenía sólo cuatro. El viento era muy fuerte, pero, ¿era lo suficientemente fuerte para volar un contenedor? ¿Esas cosas no pesan decenas de toneladas?
Al alcanzar el tramo de la rambla que corre de suroeste a noreste, vio como las olas sobrepasaban el paredón y empapaban los autos. Aumentó el ritmo del limpiaparabrisas al máximo, pero fue en vano, la visibilidad era casi nula. Poco a poco fue reduciendo la velocidad, hasta que un par de cuadras más adelante tuvo que dar un volantazo para esquivar un Peugeot cuyo conductor no había sido tan precavido como ella y había chocado de atrás a un auto blanco. Este era el primer accidente que Carla presenciaba esa noche, pero no sería el último…

La mayoría de las personas tienen su ritual particular al momento de levantarse. Algunos van derecho al baño, otros se desperezan y estiran de tal manera que parece que tuvieran que correr una maratón ni bien salen de la cama. El de Jorge, en cambio, era bastante sencillo: tomaba su pastilla para la presión y prendía el noticiero. Como el 23 había sentido un dolor de cabeza intermitente durante casi todo el día, prefirió acostarse temprano. “Nada que doce horas de sueño no curen” siempre decía. Al prender la tele, todavía un tanto dormido, le costó unos segundos darse cuenta de que las imágenes que veía efectivamente correspondían a su querido Montevideo. Simplemente no podía creerlo. En algún momento de la noche había escuchado algo de lluvia, pero segundos después ya estaba dormido de nuevo. Por alguna estúpida razón que no lograba comprender, el canal había mandado al movilero a hacer la nota desde la calle, donde la cuantiosa lluvia empapaba al pobre muchachito. Intercalaban su imagen deplorable con la de autos aplastados por árboles, calles cortadas, cables de electricidad caídos y chispeando, y hasta una antena de una emisora de radio, tirada y retorcida como si Godzilla se le hubiera caído arriba. El movilero contaba que era el peor temporal desde mediados de los años 60, pero Jorge no recordaba haber visto nunca algo semejante, por más que en esa década tendría unos ocho años nada más. 
Catorce horas más tarde vería a otro reportero quien parece que ya habría pagado su derecho de piso varios años atrás, recapitulando cómodo y seco desde el canal, los datos y daños del increíble temporal: vientos registrados de casi 200 Km/h, diez muertos, más de 100.000 personas sin luz, 22.000 llamadas al 911 (cuando un día movido implica unas 3.000 y poco), dos antenas de radio caídas y el 1% de los árboles de la ciudad derribados. 
No, esto no era un informe de un huracán lejano con nombre de ex esposa en el estado de Florida, ni tampoco el de una isla remota que ni siquiera podía asegurar a qué parte del mapa pertenecía. Esto había pasado en su paisito, con su clima benevolente, mientras el dormía plácidamente sus doce horas...


miércoles, 4 de enero de 2017

Ejercicio Nº9 - Barrio

Samanta nunca fue muy aficionada a las tareas de vigilancia: suelen implicar muchas horas de tediosa espera, a veces sin ningún resultado mesurable.
Sin embargo, la casualidad quiso que esta vez le tocara hacerlo a dos cuadras de donde vivió cuando era pequeña, en el clásico barrio montevideano de Parque Rodó. Aprovechó estos tiempos “muertos”, según ella, para recordar aquellos años en los que todo era más fácil…


Mientras alguna gente tiene buena memoria visual, o auditiva, Samanta siempre se jactó de su gran memoria olfativa, por eso le pareció sentir el peculiar olor del lago verde del parque, al evocar el recuerdo de su madre y ella yendo a pasear en los botes a pedal. Ella siempre pensó que el color verde lima del lago era porque el agua estaba sucia, pero su madre le decía que estaba equivocada, que era por unas algas microscópicas que invadían el pequeño lago. Pese a eso, ni madre ni hija jamás se atrevieron a tocar el agua con la mano. Cada vez que paseaba en los botes, Samanta realizaba un fino trabajo de desgaste psicológico en su madre, para convencerla de bajar en alguna de las cuatro islas que ocupaban un tercio de la superficie del lago, por más que en ellas sólo hubiera vegetación y palmeras. Apenas una vez lo logró, por cinco minutos y sin que los dueños de los botes las vieran, porque descender a las islas estaba prohibido.


Toda ida al parque tenía siempre una parada obligada, y no, no era el puesto de churros (dos comunes y uno con dulce de leche por favor), era el “castillito”. Al lado del lago se encuentra una biblioteca pública, adentro de una humilde estructura que se asemeja algo a la de un castillo de verdad. Tiene una muralla que rodea los dos edificios que conforman la biblioteca, con almenas arriba de la doble puerta de madera y dos torres, una cuadrada y otra redonda, ubicada prácticamente adentro del lago.


El predio del parque Rodó cuenta no con uno sino con dos pequeños parques de atracciones mecánicas. La diferencia entre ellos es que uno tiene juegos para niños más chicos, como calesitas, autitos chocadores, o el “Dumbo”, una especie de calesita pero con elefantes que podían subir y bajar apretando botones. Mientras que el otro tiene juegos para más grandes, como el barco pirata, el tren fantasma y el samba: una superficie circular con asientos en la periferia que miran hacia el centro, que gira a gran velocidad mientras suena una música y el ángulo respecto al piso cambia bruscamente, sacudiendo a los participantes. Para muchos niños del barrio, la madurez no radica en poder atarse los cordones sin ayuda, ni en ir solos al almacén de la vuelta, sino en que los papás los lleven al parque de los grandes.  


Pero no todo es color de rosas en este barrio, pues a excepción de alguna callejuela de dos o tres cuadras, todo el resto de las calles están pobladas de árboles, uno cada siete u ocho metros, por regla general. Uno diría que eso es algo bueno, que el verde tapa el frío gris de las ciudades. Y sí, uno estaría en lo correcto, si los árboles de los que hablamos no fueran esta particular variedad de plátano, que en vez de dar bananas, en primavera libera una pelusa amarillenta que irrita los ojos y tortura a los alérgicos. El padre de Samanta, que vivió también en el barrio cuando chico, siempre le cuenta que en su época, esta pelusa no existía, porque es parte de una especie de fruto en forma de pelota que antes caía entera, sin desarmarse. Y conformaba una munición ideal para las guerras entre sus hermanos.

Samanta vio caer la noche aún apostada en el auto desde donde hacía vigilancia, y una vez más, igual que años atrás, la invadió ese aroma dulzón que tanto anhelaba, el olor a dama de la noche, un arbusto que nunca olió en ningún otro lado. Cerró sus ojos y a su mente vino la imagen del quiosco “Alcántara”, que quedaba a cinco cuadras de donde vivía. No solo estaba dos cuadras más lejos que “Lo de Néstor” sino que además, estaba mucho peor provisto, la variedad de helados era casi nula y los alfajores eran sólo de chocolate, no había ni uno de nieve. Pero esto para ella se compensaba con creces porque en Alcántara trabajaba Pablo, un chico siete años mayor que ella, que nunca la registró, pero por quien ella suspiraba cuando tenía doce o trece años…. ¿Qué será de la vida de Pablo hoy, tantos años después? pensó Sam cuando por fin vio abrirse la puerta de la casa que hace tantas horas vigilaba.