jueves, 29 de octubre de 2020

Escribir por escribir - Gesto

Era un sábado como cualquiera, estaba mirando la colección de primavera que recién había entrado, cuando un buzo en particular me llamó la atención. La textura, el corte y los colores me sorprendieron por lo lindos y originales. Aunque también me hacía acordar un poco a uno que tenía cuando niña, unos 7 u 8 años atrás. Con miedo miré el precio y mis sospechas se confirmaron: ni con tres mesadas iba a poder pagarlo. Al dejar la etiqueta veo a esta morocha, en sus treinta y tantos con su hijito chico de la mano, que me mira fijo. ¿Qué le pasa a esta mina? Pienso. Casi le tiro un ¿Qué miras? pero hoy ya hice mi escena del día más temprano, entonces tengo que esperar a mañana para que se me cargue la barrita. Doy una vuelta más y me voy a hacer la cola en la caja, donde empiezo a vichar los accesorios, siempre tan bien ubicados para combinar el tedio de hacer fila con esa necesidad consumista. ¿Y atrás de quién me vengo a poner? La morochita con el hijo. Revoleo los ojos y me pongo a revisar el celu, cuando veo que le dice algo en secreto al niño, el cual sale corriendo. Yo que sé. A los minutos escucho los pasitos del niño que vuelve corriendo y veo que trae ese buzo. Siento como unos calores me suben por los cachetes, pintándolos de rojo rabioso. Qué yegua.
La mujer pasa por la caja, paga sus cosas con tarjeta y al terminar, se da vuelta y me extiende el brazo que tenía la bolsa con el buzo. “Tomá”, me dice, “pasé muchos años mirando por la vidriera estas cosas divinas, y sé lo feo que es no poder comprarlas. Espero que sea tu talle.” Y sin decir nada más, se va con paso ligero. 

Quedé tan desconcertada que demoré un poco en reaccionar. Dejé tirada la prili que pensaba comprar arriba del estante de las colitas de pelo y salí ligero a perseguirla. Llegando a la puerta la agarré del brazo y le puse el buzo contra el pecho. “Gracias, pero no necesito tu caridad.” le dije, y a continuación salí corriendo, hecha una furia.

Un “¡Siguiente!” alto y claro me devuelve al mundo real. Toda esa mini película me pasó por la cabeza en medio segundo. Yo no soy así realmente, pero estos últimos días ando muy alterada por una sumatoria de problemas: el tema de mi abuela, las peleas con mis padres, el imbécil de mi novio Marcos, digo, ex-novio. “¡Gra-cias!” le empiezo a gritar, pero lo termino como un susurro, un poco por la vergüenza y otro poco porque ni gritando me iba a escuchar con tanto ruido.

Mientras avanzo a la caja se me ocurre una idea. Celular con la cámara prendida en una mano, la prili que voy a llevar en la otra. Al llegar al mostrador, finjo tropezar y dejo caer la prenda al lado del vendedor. “Ay, perdoná, se me resbaló.”  Mientras se agacha para levantarla, saco una foto al voucher del pago de la morocha, que estaba clavado en uno de esos pinchos como de bar viejo.
La mujer se llama Marta Giménez y el único dato de contacto es un número fijo.
Luego de pagar (con más billetes de $20 y $50 que de cualquier otro) llamé a mi hermano mayor. “Botija, ¿qué haces? Vos que sos viejo y sabes de estas cosas, ¿cómo hago para saber la dirección de un número fijo?”
“Hola enana. Me intriga saber para qué necesitas esto, pero creo que prefiero no saber. A ver, pasame el número.”
“2716 4090” leo medio dudando de la mala combinación de escritura apurada con foto desenfocada.
“Bueno, primero que nada, es de Punta Carretas...”
“¿Cómo sabes eso?”
“Ay botijita, botijita. Te falta tanto llamar a la casa de un pibe y rezar para que no te atienda la vieja.”
“La verdad que no te envidio para nada.”
“Forjaba el carácter” dice, pero ni él se lo cree, “Bueno, dame 5 minutos que te la paso por WhatsApp. ¡Beso!”
Me corta antes de que pueda responder nada.

Mientras espero, pongo el buzo que tengo puesto en la mochila y me pongo el nuevo. Me miro a medias en una vidriera que vende relojes. La verdad que me queda bárbaro. El talle es ideal, por lo que le arranco la etiqueta y la guardo en el bolsillo.
En eso me llega un mensaje: “Rambla Gandhi 2490, el apto no figura. Me debes $5,27”
Le respondo con unos emojis tan felices como genéricos.

Al otro día de mañana, apronto un mate, me pongo mi buzo nuevo, agarro la mochila y me voy a esperar el 121 que vi que me deja a media cuadra de la casa. Ya en el ómnibus me pongo a buscarla en las redes, si la vamos a stalkear cayéndole en la casa, vamos a hacerlo bien. En Instagram no hubo suerte, pero en Facebook, por más que aparecen una cantidad, el cuarto resultado es una foto de ella, el niño y un tipo que debe ser el esposo. Tiene casi todo privado, así que hasta acá llega el chusmerío.

Bajo del ómnibus y empiezo a buscar el edificio, 2480, 2484, allá, 2490. Un edificio imponente, aunque ni más ni menos imponente que los diez anteriores o los diez siguientes. Cuando estoy llegando veo parado en la puerta, de brazos cruzados en la espalda, al portero del edificio: veterano, bigote tupido, cara de pocos amigos. En mi cabeza ya empieza a pasar el cortometraje titulado el portero no me deja pasar entonces tengo que armar tremendo escándalo, pero por suerte me logro anticipar a estos pires que me vienen y respiro hondo. En eso me ve y esboza un tercio de sonrisa, porque no llega ni a media, a lo que le respondo “Voy a lo de Marta Giménez”, sin dejar de caminar y devolviéndole tal sonrisa que no sólo deja chiquita a la del, sino que me sorprende hasta a mí misma. Hace tanto que no sonrío así...
“Sí, sí, al 8.” me dice, sin mucho interés pero con un gesto de que pase.

Estoy parada en la puerta de su casa, es domingo y son las 11:23, creo que no es ni demasiado temprano como para que esté durmiendo ni demasiado tarde como para que se haya ido a almorzar. Toco un par de timbres y espero mientras la panza me hace ruido de los nervios. Escucho voces y unas llaves que destraban la puerta. Abre pero sigue hablando a alguien a lo lejos. Me mira a los ojos con cara extrañada, luego baja la mirada y cuando reconoce el buzo dice sonriendo “Hola, ¿qué…” y antes de que siga, la interrumpo, mostrándole la foto del voucher.
“Hola Marta, perdoná el atrevimiento, es que ayer me quedé desconcertada y no te pude ni agradecer.”
Marta pellizca la foto, acercándose para mirarla bien y se ríe.
“Muy astuta. ¿Querés pasar?”
“No, no, gracias, no te quiero molestar. Sólo quería venir a agradecerte y a decirte que me gustaría pagarte el buzo… en cuotas.” agrego con un poco de timidez.
“Pero no, no hace falta.” dice Marta, ella también está un poco sonrojada. “¿Cómo te llamas?”
“Sí, perdón, caí en tu casa así y ni me presenté, soy Eugenia.”
“Te quedó precioso el buzo.”
“Sí, es muy lindo, pero por eso es que me gustaría que me dejes que te lo pague.”
“No, es un regalo, no se puede pagar un regalo.” me dice seria.
“Como me imaginé que podía pasar esto, quiero darte yo un regalo a vos entonces” y buscando en mi mochila saco un libro, La última lección de Randy Pausch.
“Te traje este libro, es uno de mis favoritos. Tu gesto me hizo acordar a él y anoche lo volví a leer.”
Marta tomó el libro con delicadeza, como si fuera de vidrio. No sé por qué.
“Muchas gracias, de verdad que no era necesario.”
“No, gracias a ti. Que tengas lindo día” dije, y me fui, queriendo que termine el momento incómodo de una vez.

Lo que nunca supe es que Marta, luego de cerrar la puerta, secó una lágrima que escapaba por su mejilla y se dirigió a su biblioteca, a guardar su nuevo libro al lado de un ejemplar exactamente igual, pero muchísimo más roto.

 

Escribir por escribir - Trento, el abogado

El cuerpo, y en especial la mente, le estaban pasando la factura de las intranquilas 6 horas que durmió en los últimos 3 días. En su carrera había tenido casos así de difíciles, o incluso más, pero ninguno tan importante como éste. No sólo porque se trataba de alguien mediático, o porque la pena no eran unos años de cárcel que por buena conducta siempre son menos, sino que el fiscal había pedido nada más y nada menos que la pena capital. La cobertura de esta torta es que, encima de todo, se trata de la esposa de su mejor amigo. ¿Y la frutilla? Que la mejor evidencia que tenía para demostrar la inocencia de ella acababa de perderla de la manera más tonta posible. Porque obviamente, era inocente. Algo que en su negocio era en cierta forma irrelevante, pero en este caso lo hacía aún más doloroso.
Quizás decirle evidencia era un poco frío, cuando en realidad estamos hablando de un testigo ocular de lo sucedido aquella noche: un niño de apenas 7 años, el cual había sido secuestrado de su lado hacía unas horas. 
El único atisbo de consuelo es que los secuestradores prometieron devolverlo sano y salvo una vez terminado el juicio. Al menos cargaría con una vida y no dos, en caso de fallar.

Pero Trento no tenía planeado fallar. En su extenso vocabulario producto de kilómetros de hojas leídas, esa palabra no tenía cabida. Como había aprendido de su madre, tendría que dividir para vencer. El primer paso era demostrar la inocencia de Ángela, y luego sí ir a por el verdadero culpable de todo esto. 
Pero la falta de sueño y la proximidad a la fecha del juicio estaban haciendo que fuera un desafío enorme. Pidiendo el catorceavo litro de café de esta maratón, decidió dar un paseo por su plaza favorita, a ver si la inspiración le caía como la pelusa primaveral.

Estaba sumido en sus pensamientos hasta que el timbre de la bici de una niña lo trae de vuelta a la realidad. No recordaba escuchar un timbre así desde que era chico, cuando su propia hermana hacía sonar el suyo. Ese recuerdo le trajo a su vez otro, una especie de método que habían desarrollado cuando niños y aprovechado durante la etapa liceal, pero que por esas cosas de la vida hacía tiempo ya que no utilizaba. En la escuela Trento era un niño muy sensible, por decirlo de una manera elegante. La verdad es que lloraba por cualquier cosa. Su hermana mayor, cansada de verlo sufrir, decide ayudarlo con este problema, de la manera más terapia-de-shockeante posible: todos los días, durante un buen rato se dedica a decirle cosas horribles, cualquier tipo de barbaridad insultante, para luego, pasado ya ese tiempo, actuar como si nada hubiera pasado, siguiendo siendo los mejores amigos que eran. Al principio fue muy duro, estas “sesiones” -como le gustaba llamarlas a ella- primero lo hacían llorar. Luego esa tristeza se transformaba en rabia, esa ira que te hace temblar todo el cuerpo. Pero con el tiempo eso fue generando una coraza, una barrera de imperturbabilidad, que no se daba sola, él tenía que buscarla, activarla si se quiere. 

Analizándolo hoy, tantos años después, con sus años de experiencia en la abogacía, reflexiona qué gran valor se perdió este rubro, porque la elocuencia necesaria para poder día tras día decirle exactamente lo necesario para calarle, sin caer en la repetición o la trivialidad, es asombrosa. Pero bueno, no por casualidad su hermana se dedicó al periodismo.
Sentado en uno de los bancos de la plaza, cerró los ojos, exhaló hondo y empezó simbólicamente a ponerse esa armadura, pieza por pieza, cada una haciéndole sentir más liviano cada vez, en lugar de más pesado. Al terminar, se sentía flotando, viendo sus preocupaciones desparramadas por el piso. Fue de una en una, con un imaginario mazo de juez en la mano. 

Rob, su amigo y esposo de la defendida: pese a todo, soy su mejor opción. Martillazo. Niño testigo: esta gente son delincuentes de guante blanco, no van a complicarse la vida haciendo daño a un niño inocente, y en el peor de los casos, ya no hay nada que pueda hacer yo, no soy detective. Martillazo. Ángela, mi querida Ángela, siempre pienso que todo podría haber sido tan diferente si aquella noche en la que Rob y yo las conocimos a ti y a tu amiga, yo me hubiera sentado en frente a ti y no él. La verdad es que aún tantos años después sigo enamorado de ti, pero esos sentimientos son irrelevantes en lo que respecta al caso, por lo que de aquí a que termine, serás única y exclusivamente mi clienta. No más sentimientos reprimidos que me nublen el juicio.

Trento se paró del banco y se dirigió a su oficina, con la mirada extraña, entre penetrante y perdida. Le llevó un esfuerzo muy grande mantener la armadura puesta, nunca un caso lo había tocado tan de cerca, lógicamente. Pero aprovechando este estado mental, decidió arrancar el caso desde cero, como si fuera el primer día. Repasó una a una todas las evidencias, todas las transcripciones de las declaraciones y con esta nueva óptica estaba arribando a una conclusión a la cual ni esta armadura podía protegerlo. “¿Y si en verdad no es inocente?” anotó en un papel, para plasmar en el mundo físico y darle un poco más de realidad a este pensamiento tan inicialmente absurdo. Y por primera vez en mucho tiempo, se tiró en el sillón y durmió una corta pero necesaria siesta.