martes, 27 de diciembre de 2016

Ejercicio Nº8 - Francotirador

Clark apartó la vista de la foto de la mujer y puso el ojo derecho en la mira del rifle de francotirador. Le tomó unos segundos distinguir a su objetivo de entre la multitud, el temblor de sus manos dificultaba enormemente poder focalizarse en ella. Suspirando angustiosamente, su mente se permitió unos segundos de distracción, en los que pensó que para él, ella era una completa extraña al igual que el resto de las personas que la rodeaban, pero que si ella moría, la vida de todas y cada una de las personas que querían a esa mujer, cambiarían para siempre. Y cambiarían por su culpa. Ella sostenía una cartera por el codo, y al enfocar en su mano izquierda, le pareció distinguir en su dedo anular un brillo dorado. Clark tragó saliva y mientras sentía sus ojos humedecerse, rezó porque ella no tuviera hijos. Al pensar en eso, el rostro de su pequeña Megan vino a su mente. Todo esto en definitiva lo estaba haciendo por ella.

Apartándose de la mira, miró hacia su izquierda, donde el hombre de traje y bigote le apuntaba con una filmadora y una pistola. En el momento que abrió la boca para intentar suplicarle que no lo obligue a hacerlo, el hombre simplemente se limitó a darle unos golpecitos a la foto con la punta de su arma. Clark, viudo de 47 años, ingeniero químico, evidentemente nunca había que tenido que asesinar a nadie en su vida. Lo que lo estaban forzando a hacer iba completamente en contra de su moral, y por más que esto lo hiciera por su hija, pensó que jamás podría volver a mirarla a los ojos si le arrebataba la vida a esa pobre mujer, sea obligado o no.

En todos sus años, sólo una vez había disparado un arma, cuando un primo le pidió que lo acompañe al círculo de tiro. El consejo que le dio en ese momento resonó en su cabeza como si lo tuviera al lado. Claky, para disparar debes exhalar muy lentamente, apretando suavemente el gatillo, hasta que el disparo te sorprenda. En ese momento, tomó una decisión, aunque en realidad decisión implica decidir entre alternativas. Él no tenía ninguna alternativa, hizo lo único que podía hacer. Exhaló lentamente hasta que el disparo lo sorprendió.


Su única alternativa era errar a propósito el tiro, apostando su vida a que Bigotes desviaría su vista aunque sea medio segundo para ver si la mujer había muerto. La buena fortuna quiso recompensar a Clark por su buena intención y efectivamente el hombre giró su cabeza para observar a la multitud. En ese instante, Clark apretó con fuerza el rifle y golpeó el arma de Bigote, tirándola al suelo a unos metros. Fue ahí cuando comenzó el forcejeo...

Ejercicio Nº7 - Taberna

Hace exactamente 6 días y 7 horas que Mei’Xing fue citado ante la presencia del Soberano.
En esta oportunidad, su Alteza le encargó a su fiel mercenario extranjero una misión que inicialmente parecía sencilla. Si sólo hubiera sabido… Tenía que conseguir, en el plazo de una semana, una persona que pudiese, digamos, pedir prestado por tiempo indefinido, una joya en particular. Hasta ahí parecía fácil, conseguir ladrones es mucho menos complicado que conseguir gente honesta.
Pero esta joya, inconvenientemente, pertenecía a un personaje llamado Lasher, de quien Mes nunca había escuchado antes, pero que aparentemente era una especie de leyenda entre los malvivientes. Y eso de que “ladrón que roba a ladrón…” no es tan lineal como el dicho lo hace parecer.
Habiendo acudido ya a todos sus contactos, el mercenario no tuvo más remedio que aferrarse a un rumor de un rumor, una tal Ranya, que según lo que escuchó, sería perfecta para el trabajo. La pesquisa de esta mujer lo llevó hasta este preciso momento, a la puerta del Diente de Cobre, una de las tabernas con peor reputación de toda la región.
Ni bien cruzó el umbral, Mei sintió como varias miradas se posaron sobre él, no de una manera muy amistosa que digamos. Esto no fue algo que lo incomodara en lo más mínimo, sus diminutas orejas y su pelo color oliva siempre se encargaban de dejar bien en claro que era un extranjero, los cuales no son precisamente bienvenidos en esta época. Ignorando a los amistosos parroquianos, se acercó al cantinero y sin mediar palabra, se limitó a mostrarle dos dedos, confiando en que de esta manera el tabernero le serviría dos de lo que fuera más común beber allí, por más que, sinceramente, desapercibido no estaba pasando. Luego de pagar, se dirigió con sus bebidas al extremo de la barra e intentó concentrarse en el tumulto, tratando de identificar los temas de conversación de los distintos grupos.

A la mitad de su primer trago, sintió un leve cosquilleo en su pecho, y al tiempo que su mano se deslizaba en su manga en busca de su daga, sintió el familiar frio del acero apoyándose en su rodilla. Ese acero terminaba dentro de la manga de una camisa, pertenenciente a una mujer que no parecía tener más de treinta, de tez cobriza, ojos verdes e intensos y pelo negro como el carbón. “Me ofende que acudieras a mí quedándote tan pocas horas restantes. Como veo que soy tu última opción, no estarás en posición de negociar mi paga.” le susurró Ranya, mostrando una sonrisa que desarmaría hasta al más recio de los presentes.

Ejercicio Nº6 - Padre

​Silencio. Absoluto silencio.
Teniendo una hija liceal y madrugadora, viviendo en un pequeño apartamento de finas paredes de yeso en una calle poco transitada de Queens, lo último que esperaba escuchar Clark un jueves luego de apagar el despertador, era silencio.
Extrañado, se dirigió a la cocina, donde Megan a estas horas suele estar preparando uno de sus licuados. Nada; ningún indicio de actividad. 
Luego de pasar por el baño a lavarse la cara, se encaminó hacia el dormitorio de ella, 95% contento de poder burlarse de la dormilona y 5% preocupado, deber de todo buen padre. La puerta estaba abierta, y la cama, donde anoche vio durmiendo plácidamente a su niña al volver tarde a casa, perfectamente tendida. Megan muy rara vez hace algo más que estirar el acolchado vagamente hasta la almohada.
Clark cerró los ojos y sacudió la cabeza para intentar despertarse un poco más, a la vez que su nivel de preocupación subía en forma de cosquilleo helado por la espalda. Trotó de vuelta a su cuarto, en busca de su celular para llamarla, mientras en su interior albergaba la esperanza de que Megan haya tenido que ir temprano al liceo por algún motivo que olvidó mencionarle. Llamó, y mientras el tono de espera sonaba, sintió como si le dieran una patada en la boca del estómago al escuchar desde el cuarto de Megan, su celular sonando. Ella nunca en la vida hubiera salido de casa sin su teléfono. Jamás. Iba hasta al baño con él. Una vez incluso lo puso en una bolsa hermética para poder hablar con su mejor amiga mientras se bañaba. Su mente, incapaz de poder pensar en las implicancias de esto, se esmeraba por traer este tipo de recuerdos, inútiles en este momento.
Sentándose en su cama y apoyando los antebrazos sobre los muslos, Clark intentó calmarse, respirando honda y pausadamente. Decir que lo consiguió sería exagerar, pero al menos ya había vuelto a pensar con lucidez. Corrió de vuelta al cuarto de su pequeña y revisó la ventana. Estaba cerrada y no parecía haber sido forzada, pero estaba destrabada. Abrió la ventana y asomando la cabeza hacia afuera, fantaseó con la probabilidad de alguien subiendo por la escalera de emergencia, entrando por la ventana y secuestrando a su hija. Era ciertamente improbable, por lo que se sentó en el piso y comenzó a sopesar las alternativas. Si había olvidado su celular, debió haberse ido por alguna emergencia grave, pero en ese caso no haría su cama. Si tuvo que ir temprano al liceo, o se desveló y decidió salir caminando despacio, o cualquier alternativa similar, seguro hubiera llevado su teléfono. En el caso de habérselo olvidado, a los pocos metros habría vuelto a por él, al intentar usarlo para escuchar música. Poco a poco, la alternativa del secuestro iba abriéndose paso en el podio de la probabilidad. 
Dejando con dificultad el pudor de lado, tomó el teléfono de su hija y revisó los últimos mensajes y llamadas, en busca de alguna pista. Luego de unos minutos de fútil búsqueda, decidió llamar a Shannon, la mejor amiga de Megan.
“Megu, ¿cómo estás? No me digas que te olvidaste de escribir el ensayo…” dijo Shannon de prisa ni bien atendió. Era una buena chica, aunque siempre andaba un poco acelerada. Clark la interrumpió.
“Shannon, no, soy Clark. Me desperté y Megan no estaba, dejó su celular en el escritorio y dejó su cama tendida. ¿Tenés alguna idea de dónde puede estar?” formuló esa pregunta con la voz un tanto entrecortada.
Megan hizo un silencio. Dos silencios. “¿Megan? ¿Estás ahí?”

“Ay señor Mallory, por favor, haga lo que haga, no llame a la policía. Ya mismo salgo para su casa. Tengo algo muy serio que contarle.” dijo la adolescente, cortando la comunicación.

Ejercicio Nº3 - Inspiración

«Es curioso cuántas cosas empiezan conmigo siendo arrojado a la cárcel», pensó Vasher.
Los guardias rieron y cerraron la puerta de golpe. Vasher se levantó y se sacudió, meneó el hombro y dio un respingo. Aunque la mitad inferior de la puerta era de gruesa madera, la superior tenía barrotes, y pudo ver a los tres guardias abrir su mochila y rebuscar entre sus pertenencias.
-Fragmento de El aliento de los dioses, de Brandon Sanderson

Eso significaba que la siguiente etapa en su plan estaba por comenzar. Si hay algo que Vasher detesta verdaderamente, pese a que es extraordinario en ello, es improvisar. Es por eso que, misión a misión, va dejando cada vez menos factores librados al azar, a quien considera su peor enemigo.
Los guardias encontraron finalmente su bolsita de cuero negro con una cantidad considerable de monedas de plata. Este era su pie para comenzar a actuar, pues además de monedas, la bolsita contenía un somnífero en polvo, extremadamente volátil. “Hey, tú, el de la nariz como un garfio, tu nombre es Kelsier, ¿verdad?” comenzó Vasher. El más escuálido de los tres guardias apenas echó una mirada de reojo hacia el reo y siguió con la repartición del botín con sus compinches. Vasher sabía que no tenía mucho tiempo, sacó los brazos a través de los barrotes hasta los codos y prosiguió su provocación. “Eres el hermano de Mare, ¿no es así? La que trabaja cerca del puerto.” Estas palabras comenzaban a hacer efecto, porque Kelsier le lanzó una mirada de odio, pero aún faltaba más. “Con ese dinero podrías ayudarla a que deje las calles. Anoche yo mismo ya empecé esa tarea, pagándole por un servicio bastante deplorable, ya ni para eso sirve la pobre. Pero descuida, incluso de dejé propina.” Las verdades duelen mucho más que las mentiras, Vasher sabía que todo lo que le decía al guardia era cierto y que por el cariño que le tenía a su hermana, lo haría enojar. Éste tomó un garrote y se acercó hacia Vasher, pero mientras caminaba, empezó a tambalearse, hasta que se derrumbó prácticamente en sus brazos, quien tuvo que estirarse un poco para arrastrarlo hacia la puerta de la celda. Los otros dos guardias demoraron algunos segundos más, pero al fin cayeron, el tasarie melkar cumple con su función con escuálidos y fornidos por igual.
Vasher fácilmente accedió a las llaves que Kelsier llevaba en la cintura y unos minutos más tarde ya había invertido los papeles de quiénes se encontraban adentro y afuera de la celda, con un plus de mordazas para los de adentro. Al volver a guardar las monedas en la bolsita y percibir el tenue aroma del tasarie melkar, no pudo evitar recordar a Sazed, su maestro, cuando tantos años atrás lo obligaba a tomar aquellos asquerosos brebajes a diario, durante lo que a él le parecieron siglos, para que su cuerpo se fuera haciendo poco a poco inmune a determinados venenos y somníferos. «Donde quiera que estés, una vez más, gracias maestro» pensó con nostalgia.
Trayendo a su mente el sencillo mapa que había memorizado de la prisión, trazó un camino directo hasta las mazmorras, partiendo desde lo que coloquialmente se llaman las “celdas de entrada”, por ser donde se lleva inicialmente a los presos, antes de decidir si soltarlos al otro día o convertirlos en huéspedes más o menos permanentes. Navegó los pasillos de la prisión hasta llegar al último recodo antes de la puerta de las mazmorras, puso su espalda contra la pared y cerró los ojos.
Vasher, al igual que su maestro Sazed, era un Permutador, los cuales pertenecen a un ínfimo porcentaje de la población mundial. Pero a diferencia de su maestro, había alcanzado el segundo nivel de permutación, por más que aún no era ni la mitad de bueno de lo que era Sazed en el primer nivel. Una permutación de primer nivel permite al permutador intercambiar atributos de dos objetos distintos, utilizando un tercer objeto especial como catalizador. En su caso utilizaba una pulsera que representaba el ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, pulsera que por embarazosas razones ya no estaba en su poder, y esta misión era el primer paso para recuperarla. El segundo nivel de permutación, en cambio, permite el intercambio de atributos personales. La utilización del catalizador es opcional, pues únicamente hace que el proceso sea más eficiente. La habilidad del permutador radica en conocer qué atributos se combinan mejor con qué otros, para que la pérdida en el proceso, tanto del atributo a disminuir como de su propia energía, sea la menor posible.
Vasher aún era un aprendiz de este nivel, pero sabía que una manera sencilla y barata de aumentar su sentido del oído era disminuir en la misma proporción sus otros cuatro sentidos. Realizando esta permutación pudo escuchar a dos guardias jugando algún juego de cartas y a un tercer guardia roncando profundamente en la habitación contigua. Tomó de su mochila un frasquito que contenía tasarie melkar, pero no en polvo, sino mezclado con vinagre, lo que lo convertía en una pasta, la cual usó para untar la punta de dos de sus cinco cuchillos arrojadizos. Giró repentinamente y lanzó sendos cuchillos, el derecho se clavó en el brazo izquierdo de un guardia, mientras que el izquierdo lo hizo en el muslo del otro. «O empiezo a practicar mi puntería con la zurda, o empiezo a permutar puntería antes de tirar» reflexionó Vasher con cierto enfado por no haber acertado en el brazo también. Los guardias cayeron dormidos casi instantáneamente. Abrió la puerta de las mazmorras y encontró un pasillo con diez celdas a cada lado, que terminaba en una escalera descendente. Tomó un manojo de llaves de la mesa y la antorcha que los pobres guardias durmientes ya no necesitarían, así como también un comodín que uno de ellos tenía escondido en su manga y empezó a alumbrar una a una las celdas en busca de su objetivo. Los presos al despertarse y notar que no era un guardia empezaron a gritar “¡Libéranos! ¡Sácanos de aquí!”. De repente uno de ellos lo reconoció y dudando de sus dormidos ojos le preguntó “¿Tú eres Vasher? ¿EL Vasher?”. Todos los demás reos se mantuvieron en silencio, expectantes de la respuesta del extraño personaje. Vasher generalmente odiaba que su reputación lo precediera, pero en este caso no le importó, y desplegando la sonrisa más enigmática que pudo concebir, siguió investigando las celdas. “Pensé que ya no vendrías” escuchó desde la celda a su espalda con tono socarrón. Se volvió y tuvo que esforzarse porque la sorpresa no se transmitiera en su rostro. Su gran amigo Hammond, que a la sazón contaría con unos 30 años, 5 menos que él, se veía fácilmente de 50, sucio, barbudo y con una delgadez tal que aún en la tenue luz se veían sus costillas. “Técnicamente, nunca me pediste que viniera” bromeó Vasher. Probó algunas llaves hasta dar con la correcta, y le dijo “Vámonos de aquí, tenemos mucho trabajo por delante. El primero de todos, limpiarte y arreglarte hasta que te parezcas al Ham que recuerdo.”





Ejercicio Nº2 - Recuerdo

Uno de los recuerdos más antiguos que el correr del tiempo aún no ha borrado -o al menos, no totalmente- ocurre cuando yo contaba 4 años de edad, o como nos gusta decir cuando somos pequeños, 4 años y medio. Lo cual tiene sentido, medio año a esa altura de la vida es un porcentaje bastante grande del total. Este recuerdo es el del nacimiento de mi única hermana. Hermana menor, claro está.
Como hasta el momento era hijo único, nieto único para mis abuelos maternos, y hasta sobrino único para mis tíos más cercanos, quienes tampoco tenían hijos por aquel entonces, es de suponer que me acuerde de este momento con un sabor un tanto amargo, ya que su aparición significaba mi pérdida de protagonismo. Otros, personas afectuosas y familieras por ejemplo, podrán pensar todo lo contrario, que el momento en que llega un hermano es un momento de felicidad, el comienzo de un camino de complicidad y diversión. En mi caso, ese evento se resume en estar en la sala de espera del hospital, de noche, aburrido, sentado en un sillón de tres cuerpos, con grandes almohadones de cuero negro, esperando a que nazca mi hermanita, para poder irnos a casa. De repente, llega mi tío Ale, que sanguíneamente es mi medio tío paterno, pero que en la práctica es más bien un primo o un hermano mayor, porque es apenas 9 años mayor que yo. Se sienta a mi lado, “te traje algo” me dice. Me entrega una bolsita que contiene una caja pequeña, no se me ocurre qué puede llegar a ser. Cuando saco la caja de la bolsa, descubro muy contento que es un pequeño juego de ajedrez. “¿Viste? Es magnético,” agrega, como si yo no estuviera ya lo suficientemente feliz, “ya no va a pasar más que se acaben partidos porque alguno sin querer tire las piezas.” Le agradezco y le pregunto si quiere jugar un partido ahora. Por suerte accede, y en seguida me pongo a distribuir las piezas en el tablero, dándole la vuelta cada tanto, poniendo las piezas de cabeza, para probar cuánto resisten los imanes. Me pongo a pensar todos los lugares donde voy a poder jugar, que antes no podía, como andando en auto por ejemplo, que en los trayectos largos suelo aburrirme mucho. Nunca hubiera sospechado que 15 o 20 años después tendría un celular que me permite hacer eso y mil cosas más.
Luego, como si alguien hubiese tomado unas tijeras y hecho dos cortes en la cinta de la historia de mi vida, tirado un tramo y unido con cinta adhesiva lo restante, lo siguiente que recuerdo es unos días después, cuando vino de visita mi tía, la hermana gemela de mi madre. Yo, obviamente, aún seguía con la novelería de mi nuevo ajedrez y a todos les preguntaba si querían jugar. A ella siempre le gustaron los juegos, entonces tenía esperanzas de que dijera que sí, por más que estaba ocupada hablando con los otros adultos. Con un entusiasmo bastante inferior al mío aceptó que jugáramos y se retiró un poco de la mesa donde estaban charlando para quedar de costado a una mesa ratona, donde yo ya estaba armando el tablero. Ella jugaba conmigo a la vez que charlaba y se reía con mis padres, hasta que en un momento, una frase cambió todo. “Tía, no podes mover ahí porque te hago jaque mate.” Miró hacia el tablero aún sin procesar por completo lo que acababa de decirle, luego hizo un gesto que es muy típico de mi madre también, como combinando movimiento de cabeza y de ojos para enfocar, hasta que le cayó la ficha de que realmente su rey blanco estaba en problemas. Ahí fue cuando giró la silla, apuntándola hacia el juego, y su cara se transformó en la de la arquitecta tratando de resolver una ecuación complicadísima. Creo que sólo le faltó apuntarle con la palma a mis padres y pedirles que se callen para dejarla concentrarse. Fue luego de un rato, recién cuando logró decir victoriosa “¡Jaque mate!”, que pudo volver a girar la silla y retomar la conversación, notoriamente aliviada de no haber perdido un partido de ajedrez con su pequeño sobrino de 4 años y medio.

Ejercicio Nº1 - Situación

Desde que era pequeño hasta casi mis veintes, viví en un barrio de Montevideo llamado Parque Rodó. Durante varios de los primeros años de esa época, mi familia y yo teníamos por costumbre ir a cenar en mi cumpleaños a un restaurante de la zona llamado Los Picapiedras. Sin embargo, como le sucede a muchos comercios de la ciudad, este restaurante no superó la rigurosa prueba del tiempo y cerró repentinamente. Desde ese entonces, siempre que un nuevo comerciante ha intentado probar suerte abriendo un local en esa esquina, me gusta ir al menos una vez.
Hoy me encuentro en este nuevo restaurante de la vieja esquina de Prato y Acevedo Díaz, el cual abrió sus puertas hace apenas una semana. Su nombre aún es un misterio, ya que todavía no han colgado ningún cartel que lo indique. Está ambientado de una manera moderna y rústica, aunque acogedora, con mucha madera y luz cálida e indirecta. A diferencia de su anterior encarnación, en la cual la oferta gastronómica incluía más que nada cervezas, tragos y platos para compartir, ahora la pinta que da, al menos al verlo de afuera, es más de restaurante y con precios por encima de la media; de esto último me doy cuenta porque hay copas dispuestas en las mesas y servilletas de tela.
Al entrar veo unas 10 o 12 mesas en distintas combinaciones de tamaños, elijo una para dos personas en el centro del salón y me siento mirando hacia los ventanales que dan a la calle. Mientras espero al mozo, envío un mensaje de texto a mi novia indicándole que la espero adentro. Para haber abierto hace tan poco tiempo y ser un miércoles por la noche, ver casi 20 clientes me pareció bastante exitoso. A mi derecha, cerca de la puerta, se encuentra una de las mesas que más colabora con esa cifra, cinco viejitas y un viejito charlan animosamente y disfrutan de unas pizzetas compartidas muy bien presentadas y cargadas de gustos, que abren aún más mi apetito. Mientras pienso en este Don Juan octogenario con sus cinco damiselas, en si llegará al medio milenio la suma de sus seis edades, y en que me encantaría que si llegase a esa edad, aún tuviera la suerte de tener un grupo de amigos con quien ir a cenar y la salud para poder disfrutarlo, un mozo se acerca hacia mi mesa. En total conté cuatro personas trabajando de este lado del mostrador, quien me tocó es un muchacho en sus veintes, pelo rapado, múltiples tatuajes, que me saluda muy amablemente -quizás hasta demasiado- y me entrega el menú. Cuando amaga a retirar el servicio del otro lado de la mesa, le digo que vamos a ser dos, entonces deja otra carta más, y se despide con una sonrisa con partes iguales de brackets y dientes. Al ver el menú el misterio del nombre se devela y me rio para mis adentros: casualmente el restaurante se llama Don Juan. También puedo comprobar mis prejuicios en lo que respecta a los precios, están por encima de la media, pero enseguida recuerdo aquellas suculentas pizzetas y pienso que capaz pueden valer el precio extra. Mientras continúo hojeando los platos principales, llama mi atención que de entre todo el murmullo general, alguien está hablando en un idioma que no identifico. Noto que se trata de dos chicas jóvenes, sentadas en frente de mí, pero a las que veo sólo parcialmente porque una columna las tapa. Son de tez blanca pero no demasiado como para acotar su procedencia a algún país nórdico. La más alta y robusta tiene pelo negro mientras que la de complexión media lo tiene castaño, hablan poco y rápido y no llego a ver qué están comiendo. Luego de medio minuto de intentar tamizar sus escasas palabras de entre el ruido circundante, estimo que puedan ser de Europa del este. Más tarde me daré cuenta que le erré por varios miles de kilómetros.
De los otros tres trabajadores, observo que uno de los dos hombres cumple el mismo rol que el que me atendió y está vestido de igual manera, ambos son mozos que toman pedidos. El otro, un gordito de 40 y poco, que en vez de tener camisa negra tiene una blanca con rayas azules, muy probablemente sea el encargado o tenga alguna relación con el dueño, pues aunque desempeña la función de sommelier, da órdenes disimuladas a los demás mozos. Justo en el momento que me decido por una hamburguesa de salmón con papas rústicas, veo a través del ventanal a Mariana quien me ve y me devuelve el saludo. Mientras entra y se acerca, descubro el rol de la cuarta moza, una muchacha joven de edad indefinida, pelo atado en un moño y camisa blanca, es la que ayuda a entregar los platos, o como gusta el mundillo gastronómico de llamarle, la runner. Mi novia, luego de darme un beso y acomodarse en frente, me pregunta “¿Viste que tenés dos colegas acá atrás?” mientras señala disimuladamente con su pulgar hacia ella misma. Abro los ojos como platos y luego frunzo el ceño, totalmente descolocado. “¿Programadoras?” atino a preguntar con incredulidad. Ella se ríe. “No, no, hacen krav maga.” Levanto una ceja mientras ella disfruta de mi desconcierto. Mientras levanta un poco la mano y mueve los ojos hacia un costado tratando de concentrarse me dice bajito “Tenían un bolso con el logo al costado de su mesa… esperá…” sonríe un poco más “y encima son de origen, están hablando hebreo.”

#Escrituras

Las malas lenguas ya estaban haciendo correr el rumor de que el blog iba a cerrar por mi completa ausencia en los últimos meses, pero aquí hemos vuelto para desmentirlas.

Esta vez, mi excusa para estar desaparecido es apenas mejor que en otras oportunidades: estoy haciendo un taller literario, en el que semanalmente tengo que escribir algo según una consigna. En una palabra, estoy escribiendo más que nunca, y me lo estoy encanutando.... hasta hoy.

Aquí nace la etiqueta #Escrituras, en la que iré compartiendo los ejercicios, pero sin la premisa, para que quede un poco la incógnita de qué se supone que tenía que hacer.

En vez de desearle "feliz año", les pido que le metan al 2017 un poquito más de lo que le metieron al 2016.

Miliv out