Era un sábado como cualquiera, estaba
mirando la colección de primavera que recién había entrado, cuando un buzo en
particular me llamó la atención. La textura, el corte y los colores me
sorprendieron por lo lindos y originales. Aunque también me hacía acordar un
poco a uno que tenía cuando niña, unos 7 u 8 años atrás. Con miedo miré el
precio y mis sospechas se confirmaron: ni con tres mesadas iba a poder pagarlo.
Al dejar la etiqueta veo a esta morocha, en sus treinta y tantos con su hijito
chico de la mano, que me mira fijo. ¿Qué le pasa a esta mina? Pienso.
Casi le tiro un ¿Qué miras? pero hoy ya hice mi escena del día más temprano,
entonces tengo que esperar a mañana para que se me cargue la barrita. Doy una
vuelta más y me voy a hacer la cola en la caja, donde empiezo a vichar los
accesorios, siempre tan bien ubicados para combinar el tedio de hacer fila con
esa necesidad consumista. ¿Y atrás de quién me vengo a poner? La morochita con
el hijo. Revoleo los ojos y me pongo a revisar el celu, cuando veo que le dice
algo en secreto al niño, el cual sale corriendo. Yo que sé. A los
minutos escucho los pasitos del niño que vuelve corriendo y veo que trae ese
buzo. Siento como unos calores me suben por los cachetes, pintándolos de rojo
rabioso. Qué yegua.
La mujer pasa por la caja, paga sus
cosas con tarjeta y al terminar, se da vuelta y me extiende el brazo que tenía
la bolsa con el buzo. “Tomá”, me dice, “pasé muchos años mirando por la
vidriera estas cosas divinas, y sé lo feo que es no poder comprarlas. Espero
que sea tu talle.” Y sin decir nada más, se va con paso ligero.
Quedé tan desconcertada que demoré un poco en reaccionar. Dejé tirada la prili que pensaba comprar arriba del estante de las colitas de pelo y salí ligero a perseguirla. Llegando a la puerta la agarré del brazo y le puse el buzo contra el pecho. “Gracias, pero no necesito tu caridad.” le dije, y a continuación salí corriendo, hecha una furia.
Un “¡Siguiente!” alto y claro me devuelve al mundo real. Toda esa mini película me pasó por la cabeza en medio segundo. Yo no soy así realmente, pero estos últimos días ando muy alterada por una sumatoria de problemas: el tema de mi abuela, las peleas con mis padres, el imbécil de mi novio Marcos, digo, ex-novio. “¡Gra-cias!” le empiezo a gritar, pero lo termino como un susurro, un poco por la vergüenza y otro poco porque ni gritando me iba a escuchar con tanto ruido.
Mientras avanzo a la caja se me ocurre
una idea. Celular con la cámara prendida en una mano, la prili que voy a llevar
en la otra. Al llegar al mostrador, finjo tropezar y dejo caer la prenda al
lado del vendedor. “Ay, perdoná, se me resbaló.” Mientras se agacha para
levantarla, saco una foto al voucher del pago de la morocha, que estaba clavado
en uno de esos pinchos como de bar viejo.
La mujer se llama Marta Giménez y el
único dato de contacto es un número fijo.
Luego de pagar (con más billetes de $20
y $50 que de cualquier otro) llamé a mi hermano mayor. “Botija, ¿qué haces? Vos
que sos viejo y sabes de estas cosas, ¿cómo hago para saber la dirección de un
número fijo?”
“Hola enana. Me intriga saber para qué
necesitas esto, pero creo que prefiero no saber. A ver, pasame el número.”
“2716 4090” leo medio dudando de la
mala combinación de escritura apurada con foto desenfocada.
“Bueno, primero que nada, es de Punta
Carretas...”
“¿Cómo sabes eso?”
“Ay botijita, botijita. Te falta tanto
llamar a la casa de un pibe y rezar para que no te atienda la vieja.”
“La verdad que no te envidio para
nada.”
“Forjaba el carácter” dice, pero ni él
se lo cree, “Bueno, dame 5 minutos que te la paso por WhatsApp. ¡Beso!”
Me corta antes de que pueda responder
nada.
Mientras espero, pongo el buzo que
tengo puesto en la mochila y me pongo el nuevo. Me miro a medias en una
vidriera que vende relojes. La verdad que me queda bárbaro. El talle es
ideal, por lo que le arranco la etiqueta y la guardo en el bolsillo.
En eso me llega un mensaje: “Rambla
Gandhi 2490, el apto no figura. Me debes $5,27”
Le respondo con unos emojis tan
felices como genéricos.
Al otro día de mañana, apronto un mate, me pongo mi buzo nuevo, agarro la mochila y me voy a esperar el 121 que vi que me deja a media cuadra de la casa. Ya en el ómnibus me pongo a buscarla en las redes, si la vamos a stalkear cayéndole en la casa, vamos a hacerlo bien. En Instagram no hubo suerte, pero en Facebook, por más que aparecen una cantidad, el cuarto resultado es una foto de ella, el niño y un tipo que debe ser el esposo. Tiene casi todo privado, así que hasta acá llega el chusmerío.
Bajo del ómnibus y empiezo a buscar el
edificio, 2480, 2484, allá, 2490. Un edificio imponente, aunque ni más ni menos
imponente que los diez anteriores o los diez siguientes. Cuando estoy llegando
veo parado en la puerta, de brazos cruzados en la espalda, al portero del
edificio: veterano, bigote tupido, cara de pocos amigos. En mi cabeza ya
empieza a pasar el cortometraje titulado el portero no me deja pasar
entonces tengo que armar tremendo escándalo, pero por suerte me logro
anticipar a estos pires que me vienen y respiro hondo. En eso me ve y esboza un
tercio de sonrisa, porque no llega ni a media, a lo que le respondo “Voy a lo
de Marta Giménez”, sin dejar de caminar y devolviéndole tal sonrisa que no sólo
deja chiquita a la del, sino que me sorprende hasta a mí misma. Hace tanto
que no sonrío así...
“Sí, sí, al 8.” me dice, sin mucho
interés pero con un gesto de que pase.
Estoy parada en la puerta de su casa,
es domingo y son las 11:23, creo que no es ni demasiado temprano como para que
esté durmiendo ni demasiado tarde como para que se haya ido a almorzar. Toco un
par de timbres y espero mientras la panza me hace ruido de los nervios. Escucho
voces y unas llaves que destraban la puerta. Abre pero sigue hablando a alguien
a lo lejos. Me mira a los ojos con cara extrañada, luego baja la mirada y
cuando reconoce el buzo dice sonriendo “Hola, ¿qué…” y antes de que siga, la
interrumpo, mostrándole la foto del voucher.
“Hola Marta, perdoná el atrevimiento,
es que ayer me quedé desconcertada y no te pude ni agradecer.”
Marta pellizca la foto, acercándose
para mirarla bien y se ríe.
“Muy astuta. ¿Querés pasar?”
“No, no, gracias, no te quiero
molestar. Sólo quería venir a agradecerte y a decirte que me gustaría pagarte
el buzo… en cuotas.” agrego con un poco de timidez.
“Pero no, no hace falta.” dice Marta,
ella también está un poco sonrojada. “¿Cómo te llamas?”
“Sí, perdón, caí en tu casa así y ni me
presenté, soy Eugenia.”
“Te quedó precioso el buzo.”
“Sí, es muy lindo, pero por eso es que
me gustaría que me dejes que te lo pague.”
“No, es un regalo, no se puede pagar un
regalo.” me dice seria.
“Como me imaginé que podía pasar esto,
quiero darte yo un regalo a vos entonces” y buscando en mi mochila saco un
libro, La última lección de Randy Pausch.
“Te traje este libro, es uno de mis
favoritos. Tu gesto me hizo acordar a él y anoche lo volví a leer.”
Marta tomó el libro con delicadeza,
como si fuera de vidrio. No sé por qué.
“Muchas gracias, de verdad que no era
necesario.”
“No, gracias a ti. Que tengas lindo
día” dije, y me fui, queriendo que termine el momento incómodo de una vez.
Lo que nunca supe es que Marta, luego
de cerrar la puerta, secó una lágrima que escapaba por su mejilla y se dirigió
a su biblioteca, a guardar su nuevo libro al lado de un ejemplar exactamente
igual, pero muchísimo más roto.