¿Conocen los jugos esos en caja, Big C? A mi me encontraron un big C sabor páncreas hace tres días. Dicen que el de páncreas es de los más jodidos. Mabel, mi amada Mabelita, lleva estos tres días intentando convencerme de que me haga quimioterapia. “No es tan fácil...” me limito a contestarle cuando, terminando sus monólogos, me insiste que le responda algo. En mis 76 años he visto muy bien las ventajas, así como las grandes desventajas, de un tratamiento así. Y ella también. Entre los dos, no quiero ni contar cuántos familiares, amigos y conocidos lo han atravesado. Pero no me sorprende que ella aun así quiera que lo haga, Mabel siempre fue la optimista de los dos.
He tenido una vida plena. Tengo dos hijas maravillosas y tres nietos fantásticos. Llevo casado 52 años con el amor de mi vida. Trabajé durante casi 40 años como economista, así que he hecho algún que otro análisis de costo/beneficio en mi vida, y la quimio no da positivo en ninguno de mis escenarios. Ni cerca.
No voy a decir que ya hice las paces con esta porquería ni que ya viví todo, porque siempre quedan cosas por hacer. Sin duda que me encantaría ver crecer a mis nietos que están en sus veintes, pero no a cualquier precio.
Hace 17 años tuve un peligroso accidente en la ruta, por suerte estaba solo, cuando una cubierta reventó y el auto volcó, dio tres vueltas antes de detenerse en la cuneta. Mientras el auto giraba sin control pensé que me iba a morir. Pero aun peor que estar nariz con nariz con la muerte fue el mes siguiente que pasé en silla de ruedas, con ambas piernas enyesadas y un total de siete clavos entre las dos. No podía hacer nada por mi cuenta. Si quería ir al baño, Mabel o algunas de las chiquilinas tenía que ayudarme. Si quería ducharme, teníamos que armar una silla en la ducha, ponerme bolsas en los yesos, era toda una odisea. Encima era verano. En el apartamento hay varios escalones, por lo que hasta mi circulación era limitada y para ir del dormitorio al living necesitaba que me ayuden. Esa sensación de dependencia, de tener a tus seres queridos pendientes de ti para las cosas más básicas e inimaginables, era una puntada en el pecho. Fue por esa sensación espantosa que me prometí a mi mismo que no volvería a pasar por algo similar.
Ahora estoy llegando al Tertulio, el bar donde me junto con mis amigos desde hace más años de los que quiero confesar. Ahora somos tres no más, porque hace un par de años que tuvimos que despedirnos de nuestro querido Beto, pero por suerte no por culpa de ningún cáncer. Al entrar veo a Chafo ya sentado en nuestra mesa habitual, siempre le gusta llegar temprano. Cuando me ve, se para y sin decir nada me da un largo abrazo, por más que nos vimos ayer. Charlamos un poco de fútbol y al rato llega Aldo.
—Qué ojeras, macho —me embroma Aldo, que por suerte nunca se toma nada demasiado en serio. De los tres, soy el mayor por casi una década. A Chafo lo conocí trabajando y la esposa de Aldo es la mejor amiga de Mabel.
Cuando la charla trivial empieza a menguar y en el aire presiento que la cosa se va a poner más seria, tomo las riendas.
—Ya lo hemos hablado muchas veces, el hecho de que ustedes me conocen más que yo mismo —empiezo diciendo, ellos sonríen—. Pero esa calle es de dos sentidos, yo también los conozco muy bien. Y por eso sé que Mabel estuvo hablando con ustedes para que me convenzan de empezar el tratamiento.
Chafa se sonroja y Aldo se ríe y levanta las manos en señal de culpabilidad.
—Ustedes mejor que nadie saben que no es tan fácil como ella quisiera. Chafita, vos por ejemplo —y le doy unas palmaditas en el bolsillo de la camisa, donde irremediablemente guarda sus cigarrillos—. ¿Hace cuánto que tendrías que haber dejado esto? En esos pulmones no caben ni dos suspiros, pero vos le seguis dando y dando.
—Ricky, ya intenté dejar de fumar varias veces. ¿Y se acuerdan de aquel verano que nos fuimos de viaje? Ahí estuve casi un mes sin fumar.
—Sí, porque perdiste una apuesta, y encima compartían habitación con Beto que con ese asma… —le responde Aldo.
—Es que hay dos o tres puchitos puntuales que son muy difíciles de dejar. El de la sobremesa, con un cafecito. O cuando paseo de noche al Plucky, por las calles vacías del barrio, se presta para un cigarrito. Es que ahora, una caja me dura varios días. Ya no es como antes.
—Sí, eso es verdad —confieso—. Es que no es fácil dejarlo, porque al igual que tantas otras, es una adicción. Últimamente nos gusta llamarle más “enfermedades” para justificarlo un poco, pero no empezaron tomo tales.
» Y vos Aldo, con ese riñon, también tendrías que cuidarte mucho más con las comidas.
—Ya me la veía venir. Es que no es mi culpa, la culpa es de los restaurantes, que como el gobierno los obliga a poner platos sin sal en el menú, se desquitan con nosotros y ponen ahí lo peor de lo peor. En la carta ves unos raviolones de tiburón blanco con masa de rabanito y salsa de no sé qué —dice haciendo ademanes con las manos y con tono grandilocuente—, y en la sección sin sal, moñitas con queso magro rallado, o pollo hervido con ensalada de brócoli crudo.
»Además, ¡le ponen sal a toditas las cosas! Porque en las comidas lo entiendo, mejor que nadie, pero ¡a las galletitas dulces! ¿Hay necesidad?
—Sea la culpa de quien sea, si vos no te cuidas, vas a terminar en diálisis.
—Pero yo sí que me cuido, ¡tomo mi medicación! —dice con fingido tono de ofendido mientras sacude un frasquito que saca del bolsillo del saco.
—Con ustedes dos no hay manera —digo rendido, y le hago una seña a Quique para que sirva otra ronda.
—Sí, es verdad que Mabel nos llamó, pero no pensábamos intentar convencerte, sabemos que cuando tomás una decisión, no hay manera de sacártela de esa cabezota— dice Chafo— pero por el cariño que le tememos a Maby, dijimos que nos íbamos a juntar contigo, y acá estamos. —Levanta el vaso y brindamos como por cuarta vez.
—Sin duda. Igual no vendría mal que nos cuentes cómo llegaste a tal decisión, ya que la tenés tan firme —dice Aldo.
—Creo que no hay mucho que decir. Las chances de que funcionen son pocas, mientras lo que tengo para perder es mucho —y me paso la mano por el pelo, que aunque completamente blanco, aún es bastante. —Vos no lo entenderías —embromo a Chafo que desde que lo conozco tiene la misma pelada.
—Sí, pero… ¿y si funciona? Aunque las chances sean pocas, el premio es el mayor que pueda existir —me responde Aldo, que de a poco se está saliendo de su personaje jocoso para ponerse un tanto más serio.
—Querido, tengo 76 pirulos. ¿Hasta cuándo querés que viva, hasta los 100?
—¿Y por qué no? Si no fuera por esto, estas mejor que cualquiera de nosotros dos. Y acordate mi tía, lo bien que estaba hasta el último día, vivió hasta…
—¿Es por lo del accidente aquel que tuviste? —interrumpió Chafa, que estaba como ido.
Este guacho sí que me conoce. Demoro un poco en responder, no quiero ir por ahí. Pero no me queda más remedio.
—Sí. En realidad sí. Vos sabés lo horrible que fue para mi.
—Ay Ricky, no jodas, no fue para tanto. Fueron 18 días, no un mes, como te gusta decir, y te manejabas bastante bien. Lo complicado era bañarte, y no mucho más. Fue más el susto que otra cosa.
—No importa, me prometí a mi mismo…
—Sí, el señor palabra dijo que nunca más iba a depender de nadie. Por su honor —me interrumpe Aldo, diciendo lo último con voz grave y tono burlón.
—Rick, nunca fuiste de rendirte fácil, no veo por qué empezar ahora. Como cuando trabajabas en la arrocera, ¿te acordás? Estuvieron a punto de cerrar, pero moviste cielo y tierra y terminaste consiguiendo la financiación que necesitaban y después de eso reflotaron.
—Sí, cuentos de esos se me ocurren varios. La verdad que ganarle a un cáncer es lo único que te falta. Después de eso te podes morir en paz —dice Aldo.
—Suerte que no venían con intenciones de convencerme, par de rufianes.
Al terminar esa segunda ronda, me despido de mis amigos y vuelvo caminando despacio a casa. Hoy de noche viene a cenar toda la familia. Cuando Mabel me dijo que ya había coordinado todo, lo único que le pedí fue que al menos por hoy no tocáramos el tema. Ya hablamos bastante ayer, y el día anterior. Pero como nunca está de más tener un plan B, en el camino memorizo cuatro o cinco temas de conversación para sacar, por si la charla se deriva en este tema.
Cuando llego ya están casi todos ahí. Al saludar a Mabel sólo con mirarnos a los ojos ya no fue necesario decir nada. Ella sabe que me di cuenta que habló con los muchachos. De mi media sonrisa ella deduce que no lograron convencerme. Al menos no del todo.
Por más que quiero aprovechar cada segundo que me queda con mi familia, me alegro de que sea martes y que la cena no se extienda demasiado, porque estoy agotado. Estas últimas noches apenas pegué ojo y ya lo estoy sintiendo. Me costó un poco, con tantas ideas rondando en mi cabeza, pero logré dormirme. En mitad de la noche tuve un sueño rarísimo, estaba sentado en una silla de ruedas gigante, desnudo excepto por mi traje de baño rojo, y todo alrededor un montón de manos que me empujaban o que tiraban de mi para que me levante. Estaban todos, Mabel, las chiquilinas, los nietos, mis amigos. Todos. Pero de repente no sentía más las manos. Estaban allí, pero todo comenzaba a desdibujarse y mi sentido del tacto se había apagado. Se volvió a prender recién cuando algo me envuelve una parte del meñique. Estaba todo desenfocado, pero logro mirar fijo en ese punto y veo que es una manito diminuta, de un bebé, que me está tomando del dedo. En seguida esa mano es agarrada por la mano de mi nieta, y cuando levanto la vista, veo su panza y noto que está embarazada. En ese momento me despierto, llorando, con la absoluta certeza de que tengo que vivir lo suficiente para poder conocer a mi bisnieto.