jueves, 26 de noviembre de 2020

No es tan fácil

 ¿Conocen los jugos esos en caja, Big C? A mi me encontraron un big C sabor páncreas hace tres días. Dicen que el de páncreas es de los más jodidos. Mabel, mi amada Mabelita, lleva estos tres días intentando convencerme de que me haga quimioterapia. “No es tan fácil...” me limito a contestarle cuando, terminando sus monólogos, me insiste que le responda algo. En mis 76 años he visto muy bien las ventajas, así como las grandes desventajas, de un tratamiento así. Y ella también. Entre los dos, no quiero ni contar cuántos familiares, amigos y conocidos lo han atravesado. Pero no me sorprende que ella aun así quiera que lo haga, Mabel siempre fue la optimista de los dos. 

He tenido una vida plena. Tengo dos hijas maravillosas y tres nietos fantásticos. Llevo casado 52 años con el amor de mi vida. Trabajé durante casi 40 años como economista, así que he hecho algún que otro análisis de costo/beneficio en mi vida, y la quimio no da positivo en ninguno de mis escenarios. Ni cerca. 

No voy a decir que ya hice las paces con esta porquería ni que ya viví todo, porque siempre quedan cosas por hacer. Sin duda que me encantaría ver crecer a mis nietos que están en sus veintes, pero no a cualquier precio. 

Hace 17 años tuve un peligroso accidente en la ruta, por suerte estaba solo, cuando una cubierta reventó y el auto volcó, dio tres vueltas antes de detenerse en la cuneta. Mientras el auto giraba sin control pensé que me iba a morir. Pero aun peor que estar nariz con nariz con la muerte fue el mes siguiente que pasé en silla de ruedas, con ambas piernas enyesadas y un total de siete clavos entre las dos. No podía hacer nada por mi cuenta. Si quería ir al baño, Mabel o algunas de las chiquilinas tenía que ayudarme. Si quería ducharme, teníamos que armar una silla en la ducha, ponerme bolsas en los yesos, era toda una odisea. Encima era verano. En el apartamento hay varios escalones, por lo que hasta mi circulación era limitada y para ir del dormitorio al living necesitaba que me ayuden. Esa sensación de dependencia, de tener a tus seres queridos pendientes de ti para las cosas más básicas e inimaginables, era una puntada en el pecho. Fue por esa sensación espantosa que me prometí a mi mismo que no volvería a pasar por algo similar.


Ahora estoy llegando al Tertulio, el bar donde me junto con mis amigos desde hace más años de los que quiero confesar. Ahora somos tres no más, porque hace un par de años que tuvimos que despedirnos de nuestro querido Beto, pero por suerte no por culpa de ningún cáncer. Al entrar veo a Chafo ya sentado en nuestra mesa habitual, siempre le gusta llegar temprano. Cuando me ve, se para y sin decir nada me da un largo abrazo, por más que nos vimos ayer. Charlamos un poco de fútbol y al rato llega Aldo. 

—Qué ojeras, macho —me embroma Aldo, que por suerte nunca se toma nada demasiado en serio. De los tres, soy el mayor por casi una década. A Chafo lo conocí trabajando y la esposa de Aldo es la mejor amiga de Mabel.

Cuando la charla trivial empieza a menguar y en el aire presiento que la cosa se va a poner más seria, tomo las riendas.

—Ya lo hemos hablado muchas veces, el hecho de que ustedes me conocen más que yo mismo —empiezo diciendo, ellos sonríen—. Pero esa calle es de dos sentidos, yo también los conozco muy bien. Y por eso sé que Mabel estuvo hablando con ustedes para que me convenzan de empezar el tratamiento.

Chafa se sonroja y Aldo se ríe y levanta las manos en señal de culpabilidad.

—Ustedes mejor que nadie saben que no es tan fácil como ella quisiera. Chafita, vos por ejemplo —y le doy unas palmaditas en el bolsillo de la camisa, donde irremediablemente guarda sus cigarrillos—. ¿Hace cuánto que tendrías que haber dejado esto? En esos pulmones no caben ni dos suspiros, pero vos le seguis dando y dando.

—Ricky, ya intenté dejar de fumar varias veces. ¿Y se acuerdan de aquel verano que nos fuimos de viaje? Ahí estuve casi un mes sin fumar.

 —Sí, porque perdiste una apuesta, y encima compartían habitación con Beto que con ese asma… —le responde Aldo.

—Es que hay dos o tres puchitos puntuales que son muy difíciles de dejar. El de la sobremesa, con un cafecito. O cuando paseo de noche al Plucky, por las calles vacías del barrio, se presta para un cigarrito. Es que ahora, una caja me dura varios días. Ya no es como antes.

—Sí, eso es verdad —confieso—. Es que no es fácil dejarlo, porque al igual que tantas otras, es una adicción. Últimamente nos gusta llamarle más “enfermedades” para justificarlo un poco, pero no empezaron tomo tales. 

» Y vos Aldo, con ese riñon, también tendrías que cuidarte mucho más con las comidas.

—Ya me la veía venir. Es que no es mi culpa, la culpa es de los restaurantes, que como el gobierno los obliga a poner platos sin sal en el menú, se desquitan con nosotros y ponen ahí lo peor de lo peor. En la carta ves unos raviolones de tiburón blanco con masa de rabanito y salsa de no sé qué —dice haciendo ademanes con las manos y con tono grandilocuente—, y en la sección sin sal, moñitas con queso magro rallado, o pollo hervido con ensalada de brócoli crudo.

»Además, ¡le ponen sal a toditas las cosas! Porque en las comidas lo entiendo, mejor que nadie, pero ¡a las galletitas dulces! ¿Hay necesidad?

—Sea la culpa de quien sea, si vos no te cuidas, vas a terminar en diálisis.  

—Pero yo sí que me cuido, ¡tomo mi medicación! —dice con fingido tono de ofendido mientras sacude un frasquito que saca del bolsillo del saco.

—Con ustedes dos no hay manera —digo rendido, y le hago una seña a Quique para que sirva otra ronda.


—Sí, es verdad que Mabel nos llamó, pero no pensábamos intentar convencerte, sabemos que cuando tomás una decisión, no hay manera de sacártela de esa cabezota— dice Chafo— pero por el cariño que le tememos a Maby, dijimos que nos íbamos a juntar contigo, y acá estamos. —Levanta el vaso y brindamos como por cuarta vez.

—Sin duda. Igual no vendría mal que nos cuentes cómo llegaste a tal decisión, ya que la tenés tan firme —dice Aldo.

—Creo que no hay mucho que decir. Las chances de que funcionen son pocas, mientras lo que tengo para perder es mucho —y me paso la mano por el pelo, que aunque completamente blanco, aún es bastante. —Vos no lo entenderías —embromo a Chafo que desde que lo conozco tiene la misma pelada.

—Sí, pero… ¿y si funciona? Aunque las chances sean pocas, el premio es el mayor que pueda existir —me responde Aldo, que de a poco se está saliendo de su personaje jocoso para ponerse un tanto más serio.

—Querido, tengo 76 pirulos. ¿Hasta cuándo querés que viva, hasta los 100?

—¿Y por qué no? Si no fuera por esto, estas mejor que cualquiera de nosotros dos. Y acordate mi tía, lo bien que estaba hasta el último día, vivió hasta… 

—¿Es por lo del accidente aquel que tuviste? —interrumpió Chafa, que estaba como ido. 

Este guacho sí que me conoce. Demoro un poco en responder, no quiero ir por ahí. Pero no me queda más remedio.

—Sí. En realidad sí. Vos sabés lo horrible que fue para mi.

—Ay Ricky, no jodas, no fue para tanto. Fueron 18 días, no un mes, como te gusta decir, y te manejabas bastante bien. Lo complicado era bañarte, y no mucho más. Fue más el susto que otra cosa.

—No importa, me prometí a mi mismo…

—Sí, el señor palabra dijo que nunca más iba a depender de nadie. Por su honor —me interrumpe Aldo, diciendo lo último con voz grave y tono burlón.

—Rick, nunca fuiste de rendirte fácil, no veo por qué empezar ahora. Como cuando trabajabas en la arrocera, ¿te acordás? Estuvieron a punto de cerrar, pero moviste cielo y tierra y terminaste consiguiendo la financiación que necesitaban y después de eso reflotaron.

—Sí, cuentos de esos se me ocurren varios. La verdad que ganarle a un cáncer es lo único que te falta. Después de eso te podes morir en paz —dice Aldo.

—Suerte que no venían con intenciones de convencerme, par de rufianes.


Al terminar esa segunda ronda, me despido de mis amigos y vuelvo caminando despacio a casa. Hoy de noche viene a cenar toda la familia. Cuando Mabel me dijo que ya había coordinado todo, lo único que le pedí fue que al menos por hoy no tocáramos el tema. Ya hablamos bastante ayer, y el día anterior. Pero como nunca está de más tener un plan B, en el camino memorizo cuatro o cinco temas de conversación para sacar, por si la charla se deriva en este tema. 

Cuando llego ya están casi todos ahí. Al saludar a Mabel sólo con mirarnos a los ojos ya no fue necesario decir nada. Ella sabe que me di cuenta que habló con los muchachos. De mi media sonrisa ella deduce que no lograron convencerme. Al menos no del todo. 


Por más que quiero aprovechar cada segundo que me queda con mi familia, me alegro de que sea martes y que la cena no se extienda demasiado, porque estoy agotado. Estas últimas noches apenas pegué ojo y ya lo estoy sintiendo. Me costó un poco, con tantas ideas rondando en mi cabeza, pero logré dormirme. En mitad de la noche tuve un sueño rarísimo, estaba sentado en una silla de ruedas gigante, desnudo excepto por mi traje de baño rojo, y todo alrededor un montón de manos que me empujaban o que tiraban de mi para que me levante. Estaban todos, Mabel, las chiquilinas, los nietos, mis amigos. Todos. Pero de repente no sentía más las manos. Estaban allí, pero todo comenzaba a desdibujarse y mi sentido del tacto se había apagado. Se volvió a prender recién cuando algo me envuelve una parte del meñique. Estaba todo desenfocado, pero logro mirar fijo en ese punto y veo que es una manito diminuta, de un bebé, que me está tomando del dedo. En seguida esa mano es agarrada por la mano de mi nieta, y cuando levanto la vista, veo su panza y noto que está embarazada. En ese momento me despierto, llorando, con la absoluta certeza de que tengo que vivir lo suficiente para poder conocer a mi bisnieto.


Canotaje

    En el momento que caímos al río, pensé que ahora sí se había complicado la jugada. Cuando el salvavidas me saca a flote de nuevo, veo a César y a Roberts ya agarrándose del borde de la canoa dada vuelta. Estábamos todos bien, por ahora. Al mirar río abajo, veo que el puente no da paso, y nosotros nos dirigimos inexorablemente hacía esa madeja de ramas puntiagudas y troncos atascados…     Cuando la semana anterior Roberts nos dijo al resto del equipo de los Barbas Marrones si queríamos hacer una travesía de dos días en canoa, todos nos entusiasmamos con la idea. Yo sonreí al recordar la vez que él y yo nos fuimos una mañana a la Isla de las Gaviotas, la que está en frente a Malvín. El mar estaba tranquilo, lo que permitió que pudiéramos entrar por la parte “de atrás” (es decir, el lado sur) que es más rocoso, a diferencia del lado norte, que es playa.      El plan de esta travesía era sencillo: llevar dos canoas y a los cinco de nosotros en camión a una zona cerca de Independencia, en Florida, donde nosotros iniciaríamos el trayecto río abajo y el camión nos pasaría a buscar, a la tardecita del día siguiente, por Santa Lucía, Canelones. Quién diría que quien nos pasaría a buscar no sería Ramón sino el destacamento de bomberos de la zona.

El sábado Ramón fue a por nosotros cuando aún no había amanecido, fuimos a recoger las canoas e iniciamos el viaje. Excepto yo, todos ya alguna vez habían participado en alguna travesía, por lo general más larga que ésta, en algunas vacaciones. Estábamos contentos de esta vez estar los cinco. Tocamos agua a eso de las 9:30 y en el primer tramo navegamos muy tranquilos, tres en una canoa y dos en la otra, durante toda la mañana, hasta que hicimos una breve pausa para almorzar: unos sándwiches y una coca. El río estaba manso, por lo que tuvimos que empezar a remar un poco más si queríamos llegar a destino antes de que anochezca: un amplio claro como pasando la altura de Veinticinco de Agosto, que Roberts conocía porque ya había andado en esta parte del río en otra oportunidad. Llegamos sobrados para hacer un fueguito y sentarnos con unos mates a ver el atardecer. 

Descargamos el equipo, armamos campamento, con bandera del equipo y todo, y atamos algunas latas de cerveza en una red, para que el agua fría hiciera lo suyo. Nunca olvidaré ese asado que hicimos, las risas que compartimos. Recuerdo en particular como embromábamos a Roberts por llevar sus pesadísimas tablas de picar de camping, ya bastante viejas, de las cuales él alega que es lo que le da un sabor extra.

—Me hubieras dicho y traía las de plástico de casa —le decía Ramos riéndose.


Los viejos y experimentados navegantes conocen el agua, tanto de río como de mar, como el buen escritor conoce los vaivenes de las historias y puede prever cuando la cosa se puede complicar. No era el caso de ninguno de nosotros, mal que le pese a quien crea lo contrario. Cuando ya habíamos terminado de comer, en determinado momento noté el ruido del río, algo que no había notado hasta ahora. Tenía a César en frente y al mirarlo veo que se percató de lo mismo. Me acerqué a Roberts y le pregunté:

—Está medio picado el río, ¿no? ¿No nos complicará la salida mañana?

—Vos tranquilo Peque, esto es una pasada —me respondió, y se quedó mirando el fuego como hipnotizado.

Roberts siempre ha demostrado ser un buen capitán, dentro y fuera de la cancha. Volví a recordar nuestra ida mano a mano a la Isla de las Gaviotas, que luego de un almuerzo frugal y unas buenas charlas sobre el futuro, nuestros anhelos y afines, nos dimos cuenta que el viento había cambiado y el mar se había picado mucho. Habremos estado una media hora para intentar salir por entre las rocas, con las olas pegándonos bastante duro. Confieso que llegué a asustarme en un momento, cuando una ola me hace golpear la espalda -y un poco la cabeza- contra una roca y luego otra me hace participar en un no consensuado sándwich de roca-yo-canoa. Me salvó que tenía puesto el salvavidas, que amortiguó un poco los golpes. Pese al susto del momento, en el fondo estaba tranquilo porque estaba con Roberts, sabía que todo iba a salir bien. Al final, luego de unos intentos fallidos más, decidimos hacer la opción más fácil: nos cargamos la canoa al hombro y cruzamos la isla de punta a punta, para salir tranquilamente por la playa. 


Cuando las latitas de cerveza hacía rato se habían acabado y las anécdotas menguaron, nos fuimos a dormir a las carpas. A la mañana siguiente me despierto con los gritos de CJ:

—Bo, gente, ¡el agua está llegando a la carpa!

Cual preparación para un ataque pirata, corríamos de aquí para allá, aprontando todo para una salida rápida. Cuando ya está todo preparado, Roberts nos para a todos y nos dice:

—Muchachos, este tramo va a ser un poco más difícil de lo que fue ayer. Si alguno tiene mochila, átela a la canoa, es demasiado incómodo ir con mochila y salvavidas. Quien tenga riñonera, sugiero que la guarde en el compartimiento estanco de la canoa negra, para que no se les zafe y pierdan todo. 

Como buen bicho de ciudad, yo había llevado mi billetera tal cual la tengo siempre, con todos mis documentos, tarjetas de crédito y hasta la tarjeta del ómnibus. Todo muy útil en la mitad del río. Metí todo en la canoa negra, en la que se subieron CJ y Ramos. César, Roberts y yo nos subimos en la roja. 

El río no estaba picado, estaba furioso. Por la diferencia de forma de ambas canoas, la nuestra empezó a ganarle distancia a la otra, aunque tampoco tenía mucha noción de por dónde iban ellos; toda mi atención estaba dirigida a ayudar a guiar la canoa y a mantener el equilibrio. 

Me cuesta medir las distancias en río, pero estimo que estaríamos a un par de kilómetros de nuestro destino, y estimo también que no pasaron demasiados minutos para demostrar que nuestros esfuerzos por guiar la canoa no eran los suficientes, al punto que tratando de esquivar un tronco, la canoa se dio vuelta.


En el momento que caímos al río, pensé que ahora sí se había complicado la jugada. Cuando el salvavidas me saca a flote de nuevo veo a César y a Roberts ya agarrándose del borde de la canoa dada vuelta. Estábamos todos bien, por ahora. Al mirar río abajo, veo que el puente no da paso, y nosotros nos dirigimos inexorablemente hacía esa madeja de ramas puntiagudas y troncos atascados, a unos doscientos metros. 

Intentamos hacer de timón con nuestros cuerpos, lo cual no sé si ayudó, ya que la voluntad del río no es de torcerse por tres pibes empapados, pero el hecho es que la canoa se fue dirigiendo hacia la orilla, hasta quedar encallada en la copa de un árbol, que era lo único que se veía del mismo por encima del agua. Apenas se detuvo, trepamos rápido al árbol. Mientras nos gritábamos a ver si estábamos bien y nos hacíamos señas con los pulgares, me pregunté cómo estarían CJ y Ramos. 

No pasaron tres segundos, que los vi en el agua, colgados de la canoa en medio del río. Desde el árbol no veíamos el puente, así que al poco tiempo los perdimos de vista. Como ya estábamos tan cerca de Santa Lucía, al poco tiempo unos vecinos de la zona nos vieron y nos gritaban cosas que el rugido del río tapaba. Nosotros les gritábamos que no se preocupen por nosotros, que vayan a ver a nuestros amigos, mientras hacíamos señas hacía el puente. Poco después de que empezó el intercambio inútil de gritos mudos, un vecino volvió con una cuerda que intentó tirarnos, pero que no llegaba a cubrir ni la mitad de la distancia. 


No sé cuánto tiempo habremos estado subidos en ese árbol, empapados, con frío y lo peor de todo, sin saber qué sería de nuestros amigos, hasta que de repente aparece un gomón a motor, repiqueteando inmune al furor del río. Estaba tripulado por dos bomberos, uno en el motor y otro en la proa, desde donde dirigía al primero. Toda la maniobra no duró más de dos minutos. Arrimaron el gomón al árbol, mientras el de atrás nos hacía señas de que nos quedáramos quietos, el de adelante ancló la embarcación al árbol con una cuerda. Luego ambos se acercaron al borde y de un tirón pusieron nuestra canoa atravesada arriba del gomón, cual caballero andante se cuelga a la damisela al hombro, y después uno a uno nos fueron guiando de la mano, para que subiéramos al gomón. 

Ante nuestras insistentes preguntas por Ramos y CJ, nos respondieron:

—Sus amigos están bien, están varados arriba del puente. 

—Tenemos que ir a rescatarlos —dijo firme César.

—Imposible, nene, —respondió el bombero del motor—, esas ramas que sobresalen pueden pinchar el gomón al toque. Ustedes tranquilos, nosotros nos encargamos.

Cuando nos dejaron en la orilla pudimos ver todo el panorama: CJ y Ramos estaban en medio del puente, con el agua casi por la cintura, agarrados de la baranda. De su canoa sólo se veía la mitad de atrás, la punta estaba metiéndose debajo del puente, rodeada del ramerío.

Los bomberos nos dejaron en la orilla y luego empezaron a cruzar el gomón para el otro lado del puente. Nosotros esperábamos ahí, mirando como los chiquilines hacían fuerza para mantenerse agarrados de la baranda. El gomón se acercó rápido a contracorriente a la otra baranda del puente y les hizo señas para que cruzaran hacia ellos. Con el agua casi en la cintura, no fue demasiado complicado pero tampoco un paseo placentero. Cuando estaban por llegar a donde estábamos nosotros se escucha el grito de César:

—¡No! —y señala hacia el medio del puente. Me da para mirar el último instante antes de que la canoa negra termine de ser engullida por el puente. Nos quedamos todos expectantes a ver si salía por el otro lado.

—Olvídense. No saben cómo es este puente del lado de abajo. Esa canoa no sale más —contestó uno de los vecinos de la zona.


Cuando llegaron, nos abrazamos con CJ y Ramos y en seguida les pregunto:

—¿Cómo llegaron hasta el medio del puente?

—Cuando la canoa se dio vuelta, nos agarramos cada uno de un lado y vimos cómo nos acercábamos rápido al puente. Nos gritamos e hicimos señas para frenarnos con las piernas contra el puente y las ramas, tratando de no clavarnos ninguna. Cuando logré subir y quedar parado vi que Ramos estaba todavía bajo del agua, como medio quieto. Me estiré, lo agarré del chaleco y lo tiré hacia mí —esa maniobra no debe haber sido fácil: Ramos debe pesar unos 20 kilos más que CJ—. No sabía si se estaba ahogando o qué... 

—No, como te decía, estaba intentando de rescatar las cosas —se defendió Ramos, aunque en el mismo momento que dijo eso, bajó la vista, no le quiso sostener la mirada.

—Las cosas no importan hermano, esto fue peligroso —dijo CJ, y tragó saliva.


Con mis amigos ahora a salvo fue cuando por primera vez me percaté que en esa canoa que acababa de ser devorada por el puente, estaba mi celular y mi billetera con todo. Para Roberts fue aún peor, porque en la billetera, aunque no tenía tantos documentos, tenía toda la plata para pagarle a Ramón, más un cuantioso extra que había traído para emergencias, irónicamente.

En este estado de desconcierto, de tranquilidad por estar todos bien mezclado con rabia por todo lo que perdimos, fue que hicimos el trayecto de vuelta a casa en el camión de Ramón. 

Cuando estábamos a más de mitad de camino y la adrenalina ya se había disipado, Ramos le dice a Roberts:

—Nunca llegaste a mirar el reporte del clima en esa página militar que te dijo mi viejo, ¿no?

El padre de Ramos era de esos veteranos ex-todas las siglas militares extrañas que se te ocurran, de esos que se tiran en paracaídas con un cuchillo entre los dientes y te derrocan un gobierno de una república bananera. Es decir, era alguien a quien convenía escuchar, al menos en estos temas.

—Bueno, en realidad ya habíamos quedado para este fin de semana, entonces... —respondía Roberts con esa sonrisa picaresca que le funciona muy bien con el sexo opuesto pero a nosotros sólo nos hace calentar.

En eso CJ explotó:

—¡La puta madre, Roberts! Esto fue una estupidez. Tuvimos suerte —dijo esta última palabra bien lento—. ¡Uno de nosotros pudo haber muerto en ese río!

—Ay, no es para tanto —respondió Roberts sin dar mucha importancia.

Después de eso, volvimos en silencio, nadie dijo una palabra más. Llegamos a Montevideo ya anocheciendo y Ramón nos dejó a cada uno en nuestras casas. Cuando entré a la mía mis padres me abrazaron como si hubiera vuelto de la guerra. Habían visto todo en el noticiero y no lo podían creer. 


Al otro día, luego del trabajo, estaba en el sillón escuchando música mientras mis padres miraban el noticiero. De repente, entre noticia de muerte y noticia de muerte, me llama la atención una imagen: Son dos policías sentados al lado de la bandera de Barbas Marrones. Me saco los auriculares y empiezo a escuchar:
...al mediodía de hoy la canoa que se perdiera ayer bajo el puente Santa Lucía, en las orillas del pueblo de Aguas Corrientes, a menos de 10 Km río abajo.

Salgo corriendo para llamar a Roberts por el teléfono fijo, cuando empieza a sonar. Atiendo.

—Peque, soy yo —dice Roberts

—Sí, ¡ya vi! —lo interrumpo —¿Vamos ahora a buscarla? 

—Sí, en diez te paso a buscar.


Al bajar el nivel del agua, la canoa se destrancó y siguió río abajo, donde fue encontrada por unos pescadores que de inmediato llamaron a la policía. La canoa estaba bastante averiada y la tapa del compartimiento estanco se había perdido, pero por esas gracias del destino, las benditas tablas de picar quedaron trancadas -porque había que hacerles un jueguito para meterlas y sacarlas-, impidiendo que se salieran todas las cosas, las cuales se empaparon pero nada se escapó ni se dañó, porque todo lo importante estaba en bolsas herméticas. Ese par de días la diosa fortuna se había pintado una burlona barba marrón en el rostro.