jueves, 26 de noviembre de 2020

Canotaje

    En el momento que caímos al río, pensé que ahora sí se había complicado la jugada. Cuando el salvavidas me saca a flote de nuevo, veo a César y a Roberts ya agarrándose del borde de la canoa dada vuelta. Estábamos todos bien, por ahora. Al mirar río abajo, veo que el puente no da paso, y nosotros nos dirigimos inexorablemente hacía esa madeja de ramas puntiagudas y troncos atascados…     Cuando la semana anterior Roberts nos dijo al resto del equipo de los Barbas Marrones si queríamos hacer una travesía de dos días en canoa, todos nos entusiasmamos con la idea. Yo sonreí al recordar la vez que él y yo nos fuimos una mañana a la Isla de las Gaviotas, la que está en frente a Malvín. El mar estaba tranquilo, lo que permitió que pudiéramos entrar por la parte “de atrás” (es decir, el lado sur) que es más rocoso, a diferencia del lado norte, que es playa.      El plan de esta travesía era sencillo: llevar dos canoas y a los cinco de nosotros en camión a una zona cerca de Independencia, en Florida, donde nosotros iniciaríamos el trayecto río abajo y el camión nos pasaría a buscar, a la tardecita del día siguiente, por Santa Lucía, Canelones. Quién diría que quien nos pasaría a buscar no sería Ramón sino el destacamento de bomberos de la zona.

El sábado Ramón fue a por nosotros cuando aún no había amanecido, fuimos a recoger las canoas e iniciamos el viaje. Excepto yo, todos ya alguna vez habían participado en alguna travesía, por lo general más larga que ésta, en algunas vacaciones. Estábamos contentos de esta vez estar los cinco. Tocamos agua a eso de las 9:30 y en el primer tramo navegamos muy tranquilos, tres en una canoa y dos en la otra, durante toda la mañana, hasta que hicimos una breve pausa para almorzar: unos sándwiches y una coca. El río estaba manso, por lo que tuvimos que empezar a remar un poco más si queríamos llegar a destino antes de que anochezca: un amplio claro como pasando la altura de Veinticinco de Agosto, que Roberts conocía porque ya había andado en esta parte del río en otra oportunidad. Llegamos sobrados para hacer un fueguito y sentarnos con unos mates a ver el atardecer. 

Descargamos el equipo, armamos campamento, con bandera del equipo y todo, y atamos algunas latas de cerveza en una red, para que el agua fría hiciera lo suyo. Nunca olvidaré ese asado que hicimos, las risas que compartimos. Recuerdo en particular como embromábamos a Roberts por llevar sus pesadísimas tablas de picar de camping, ya bastante viejas, de las cuales él alega que es lo que le da un sabor extra.

—Me hubieras dicho y traía las de plástico de casa —le decía Ramos riéndose.


Los viejos y experimentados navegantes conocen el agua, tanto de río como de mar, como el buen escritor conoce los vaivenes de las historias y puede prever cuando la cosa se puede complicar. No era el caso de ninguno de nosotros, mal que le pese a quien crea lo contrario. Cuando ya habíamos terminado de comer, en determinado momento noté el ruido del río, algo que no había notado hasta ahora. Tenía a César en frente y al mirarlo veo que se percató de lo mismo. Me acerqué a Roberts y le pregunté:

—Está medio picado el río, ¿no? ¿No nos complicará la salida mañana?

—Vos tranquilo Peque, esto es una pasada —me respondió, y se quedó mirando el fuego como hipnotizado.

Roberts siempre ha demostrado ser un buen capitán, dentro y fuera de la cancha. Volví a recordar nuestra ida mano a mano a la Isla de las Gaviotas, que luego de un almuerzo frugal y unas buenas charlas sobre el futuro, nuestros anhelos y afines, nos dimos cuenta que el viento había cambiado y el mar se había picado mucho. Habremos estado una media hora para intentar salir por entre las rocas, con las olas pegándonos bastante duro. Confieso que llegué a asustarme en un momento, cuando una ola me hace golpear la espalda -y un poco la cabeza- contra una roca y luego otra me hace participar en un no consensuado sándwich de roca-yo-canoa. Me salvó que tenía puesto el salvavidas, que amortiguó un poco los golpes. Pese al susto del momento, en el fondo estaba tranquilo porque estaba con Roberts, sabía que todo iba a salir bien. Al final, luego de unos intentos fallidos más, decidimos hacer la opción más fácil: nos cargamos la canoa al hombro y cruzamos la isla de punta a punta, para salir tranquilamente por la playa. 


Cuando las latitas de cerveza hacía rato se habían acabado y las anécdotas menguaron, nos fuimos a dormir a las carpas. A la mañana siguiente me despierto con los gritos de CJ:

—Bo, gente, ¡el agua está llegando a la carpa!

Cual preparación para un ataque pirata, corríamos de aquí para allá, aprontando todo para una salida rápida. Cuando ya está todo preparado, Roberts nos para a todos y nos dice:

—Muchachos, este tramo va a ser un poco más difícil de lo que fue ayer. Si alguno tiene mochila, átela a la canoa, es demasiado incómodo ir con mochila y salvavidas. Quien tenga riñonera, sugiero que la guarde en el compartimiento estanco de la canoa negra, para que no se les zafe y pierdan todo. 

Como buen bicho de ciudad, yo había llevado mi billetera tal cual la tengo siempre, con todos mis documentos, tarjetas de crédito y hasta la tarjeta del ómnibus. Todo muy útil en la mitad del río. Metí todo en la canoa negra, en la que se subieron CJ y Ramos. César, Roberts y yo nos subimos en la roja. 

El río no estaba picado, estaba furioso. Por la diferencia de forma de ambas canoas, la nuestra empezó a ganarle distancia a la otra, aunque tampoco tenía mucha noción de por dónde iban ellos; toda mi atención estaba dirigida a ayudar a guiar la canoa y a mantener el equilibrio. 

Me cuesta medir las distancias en río, pero estimo que estaríamos a un par de kilómetros de nuestro destino, y estimo también que no pasaron demasiados minutos para demostrar que nuestros esfuerzos por guiar la canoa no eran los suficientes, al punto que tratando de esquivar un tronco, la canoa se dio vuelta.


En el momento que caímos al río, pensé que ahora sí se había complicado la jugada. Cuando el salvavidas me saca a flote de nuevo veo a César y a Roberts ya agarrándose del borde de la canoa dada vuelta. Estábamos todos bien, por ahora. Al mirar río abajo, veo que el puente no da paso, y nosotros nos dirigimos inexorablemente hacía esa madeja de ramas puntiagudas y troncos atascados, a unos doscientos metros. 

Intentamos hacer de timón con nuestros cuerpos, lo cual no sé si ayudó, ya que la voluntad del río no es de torcerse por tres pibes empapados, pero el hecho es que la canoa se fue dirigiendo hacia la orilla, hasta quedar encallada en la copa de un árbol, que era lo único que se veía del mismo por encima del agua. Apenas se detuvo, trepamos rápido al árbol. Mientras nos gritábamos a ver si estábamos bien y nos hacíamos señas con los pulgares, me pregunté cómo estarían CJ y Ramos. 

No pasaron tres segundos, que los vi en el agua, colgados de la canoa en medio del río. Desde el árbol no veíamos el puente, así que al poco tiempo los perdimos de vista. Como ya estábamos tan cerca de Santa Lucía, al poco tiempo unos vecinos de la zona nos vieron y nos gritaban cosas que el rugido del río tapaba. Nosotros les gritábamos que no se preocupen por nosotros, que vayan a ver a nuestros amigos, mientras hacíamos señas hacía el puente. Poco después de que empezó el intercambio inútil de gritos mudos, un vecino volvió con una cuerda que intentó tirarnos, pero que no llegaba a cubrir ni la mitad de la distancia. 


No sé cuánto tiempo habremos estado subidos en ese árbol, empapados, con frío y lo peor de todo, sin saber qué sería de nuestros amigos, hasta que de repente aparece un gomón a motor, repiqueteando inmune al furor del río. Estaba tripulado por dos bomberos, uno en el motor y otro en la proa, desde donde dirigía al primero. Toda la maniobra no duró más de dos minutos. Arrimaron el gomón al árbol, mientras el de atrás nos hacía señas de que nos quedáramos quietos, el de adelante ancló la embarcación al árbol con una cuerda. Luego ambos se acercaron al borde y de un tirón pusieron nuestra canoa atravesada arriba del gomón, cual caballero andante se cuelga a la damisela al hombro, y después uno a uno nos fueron guiando de la mano, para que subiéramos al gomón. 

Ante nuestras insistentes preguntas por Ramos y CJ, nos respondieron:

—Sus amigos están bien, están varados arriba del puente. 

—Tenemos que ir a rescatarlos —dijo firme César.

—Imposible, nene, —respondió el bombero del motor—, esas ramas que sobresalen pueden pinchar el gomón al toque. Ustedes tranquilos, nosotros nos encargamos.

Cuando nos dejaron en la orilla pudimos ver todo el panorama: CJ y Ramos estaban en medio del puente, con el agua casi por la cintura, agarrados de la baranda. De su canoa sólo se veía la mitad de atrás, la punta estaba metiéndose debajo del puente, rodeada del ramerío.

Los bomberos nos dejaron en la orilla y luego empezaron a cruzar el gomón para el otro lado del puente. Nosotros esperábamos ahí, mirando como los chiquilines hacían fuerza para mantenerse agarrados de la baranda. El gomón se acercó rápido a contracorriente a la otra baranda del puente y les hizo señas para que cruzaran hacia ellos. Con el agua casi en la cintura, no fue demasiado complicado pero tampoco un paseo placentero. Cuando estaban por llegar a donde estábamos nosotros se escucha el grito de César:

—¡No! —y señala hacia el medio del puente. Me da para mirar el último instante antes de que la canoa negra termine de ser engullida por el puente. Nos quedamos todos expectantes a ver si salía por el otro lado.

—Olvídense. No saben cómo es este puente del lado de abajo. Esa canoa no sale más —contestó uno de los vecinos de la zona.


Cuando llegaron, nos abrazamos con CJ y Ramos y en seguida les pregunto:

—¿Cómo llegaron hasta el medio del puente?

—Cuando la canoa se dio vuelta, nos agarramos cada uno de un lado y vimos cómo nos acercábamos rápido al puente. Nos gritamos e hicimos señas para frenarnos con las piernas contra el puente y las ramas, tratando de no clavarnos ninguna. Cuando logré subir y quedar parado vi que Ramos estaba todavía bajo del agua, como medio quieto. Me estiré, lo agarré del chaleco y lo tiré hacia mí —esa maniobra no debe haber sido fácil: Ramos debe pesar unos 20 kilos más que CJ—. No sabía si se estaba ahogando o qué... 

—No, como te decía, estaba intentando de rescatar las cosas —se defendió Ramos, aunque en el mismo momento que dijo eso, bajó la vista, no le quiso sostener la mirada.

—Las cosas no importan hermano, esto fue peligroso —dijo CJ, y tragó saliva.


Con mis amigos ahora a salvo fue cuando por primera vez me percaté que en esa canoa que acababa de ser devorada por el puente, estaba mi celular y mi billetera con todo. Para Roberts fue aún peor, porque en la billetera, aunque no tenía tantos documentos, tenía toda la plata para pagarle a Ramón, más un cuantioso extra que había traído para emergencias, irónicamente.

En este estado de desconcierto, de tranquilidad por estar todos bien mezclado con rabia por todo lo que perdimos, fue que hicimos el trayecto de vuelta a casa en el camión de Ramón. 

Cuando estábamos a más de mitad de camino y la adrenalina ya se había disipado, Ramos le dice a Roberts:

—Nunca llegaste a mirar el reporte del clima en esa página militar que te dijo mi viejo, ¿no?

El padre de Ramos era de esos veteranos ex-todas las siglas militares extrañas que se te ocurran, de esos que se tiran en paracaídas con un cuchillo entre los dientes y te derrocan un gobierno de una república bananera. Es decir, era alguien a quien convenía escuchar, al menos en estos temas.

—Bueno, en realidad ya habíamos quedado para este fin de semana, entonces... —respondía Roberts con esa sonrisa picaresca que le funciona muy bien con el sexo opuesto pero a nosotros sólo nos hace calentar.

En eso CJ explotó:

—¡La puta madre, Roberts! Esto fue una estupidez. Tuvimos suerte —dijo esta última palabra bien lento—. ¡Uno de nosotros pudo haber muerto en ese río!

—Ay, no es para tanto —respondió Roberts sin dar mucha importancia.

Después de eso, volvimos en silencio, nadie dijo una palabra más. Llegamos a Montevideo ya anocheciendo y Ramón nos dejó a cada uno en nuestras casas. Cuando entré a la mía mis padres me abrazaron como si hubiera vuelto de la guerra. Habían visto todo en el noticiero y no lo podían creer. 


Al otro día, luego del trabajo, estaba en el sillón escuchando música mientras mis padres miraban el noticiero. De repente, entre noticia de muerte y noticia de muerte, me llama la atención una imagen: Son dos policías sentados al lado de la bandera de Barbas Marrones. Me saco los auriculares y empiezo a escuchar:
...al mediodía de hoy la canoa que se perdiera ayer bajo el puente Santa Lucía, en las orillas del pueblo de Aguas Corrientes, a menos de 10 Km río abajo.

Salgo corriendo para llamar a Roberts por el teléfono fijo, cuando empieza a sonar. Atiendo.

—Peque, soy yo —dice Roberts

—Sí, ¡ya vi! —lo interrumpo —¿Vamos ahora a buscarla? 

—Sí, en diez te paso a buscar.


Al bajar el nivel del agua, la canoa se destrancó y siguió río abajo, donde fue encontrada por unos pescadores que de inmediato llamaron a la policía. La canoa estaba bastante averiada y la tapa del compartimiento estanco se había perdido, pero por esas gracias del destino, las benditas tablas de picar quedaron trancadas -porque había que hacerles un jueguito para meterlas y sacarlas-, impidiendo que se salieran todas las cosas, las cuales se empaparon pero nada se escapó ni se dañó, porque todo lo importante estaba en bolsas herméticas. Ese par de días la diosa fortuna se había pintado una burlona barba marrón en el rostro.


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