martes, 15 de diciembre de 2020

Dedo

    La frase “eso en otros tiempos era diferente” cada vez se puede utilizar más a menudo. Hoy en plena pandemia mundial, ya fines del año pasado pueden considerarse “otros tiempos”. Y cuando de adolescentes quisimos ir a dedo con mis amigos a Rocha, también eran otros tiempos. Los cuales, a su vez, eran diferentes a los tiempos cuando mis padres eran adolescentes. En su época probablemente pudieran llegar a Perú a dedo.     Estábamos por terminar el liceo y no queríamos empezar la facultad sin tener esta experiencia en nuestra ficha. Entonces Andrés, Franco, Ary y yo nos separamos en dos grupos (para parecer más inofensivos y aumentar nuestras chances de éxito) y emprendimos viaje. Que en mi equipo estuviera quien luego sería conocido en su facultad como “el sexy” creo que también aumentaba nuestras probabilidades.     Mi viejo nos dejó temprano en la ruta, en una zona que él consideró que era “buena para que nos levanten” y el de Andrés nos preparó una tarta de fiambre, por si nos daba hambre durante el viaje.     Nuestro destino puntualmente era La Paloma. Si podíamos ir directo, mucho mejor, pero si lo terminábamos haciendo en tramos, y en nuestro incierto camino llegábamos a ir por la ruta 9, teníamos la opción de parar en Pan de Azúcar, donde estaría la madre de Andrés en un cumpleaños, al cual estábamos invitados.     Empezamos el trámite de estirar el pulgar, de mañana, a eso de las nueve. Sin discriminar marca, modelo o color, hacíamos señas a todo quien pasara. La mayoría de los autos no se daban por aludidos o decidían ignorarnos. De las camionetas, en cambio, recibíamos más respuestas; supongo que tener el espacio suficiente les da una cierta responsabilidad moral con el “autoestopista”, como les gusta decir en la madre patria.      Durante las horas de la mañana recolectamos una buena cantidad de respuestas de los vehículos, en forma de gestos, los cuales sólo podíamos especular sobre su significado:     Mover el dedo en círculos, como simulando una sirena: “Estoy en la vuelta, no les sirve que los levante”.     Tocarse repetidas veces la parte de arriba de la cabeza con la palma de la mano: “Tengo la lona de la camioneta puesta, no la voy a sacar por ustedes”.     Sacudir rápido la mano con los dedos que no son el pulgar, juntos: “Estoy apurado, pero si no estuviera, encantadísimo de llevarlos”.     Y así otros tantos, muchos de los cuáles seguimos sin saber qué querrían decir.     Varios nos levantaban el pulgar. Ahí la mirada lo era todo, para diferenciar el sincero “Vamo’ arriba, ánimo, que seguro alguien los levanta” del sarcástico “Bien, bien, sigan así, haciendo dedo en la mitad de la ruta. ¿Por qué no se van a su casa?”

Habiendo pasado un buen rato del mediodía, nuestra frustración crecía a la par de nuestra hambre. Lo segundo sí pudimos solucionarlo, devorando más de la mitad de la tarta. 

Luego del almuerzo, con renovadas energías, seguimos dándole, hasta que casi una hora después, una pareja en sus treintas vemos que aminora la velocidad. No sabemos qué se decían, pero veíamos a ella ladear un poco la cabeza y él asentir con desgano. Frenaron pasados unos veinte metros.

—Vamos para San Carlos, ¿les sirve? —preguntó la muchacha, desde el asiento del acompañante.

—Sí, ¡bárbaro! ¡Gracias! —dijimos. A esa altura, con tal de avanzar un poco, nos venía bien cualquier destino.

Los primeros minutos fueron de un silencio incomodísimo. Era nuestra primera vez arriba de un auto de desconocidos, y probablemente fuera su primera vez también.

—¿Para dónde van? —preguntó él.

—Vamos al camping de La Paloma —dijo Andrés.

—Ah sí, lo conozco. Está bueno ese camping. Ahora hace mucho tiempo que no voy. 

Desde mi ángulo podía verle los ojos por el espejo retrovisor, los cuales emanaban un reproche que sólo por tono nunca hubiera descifrado. Con mi rodilla golpeé la de Andrés y sacudí apenas la cabeza, para que cambiemos de tema. Como nos conocemos desde que tenemos 5 o 6 años, no necesitamos mucho para hacernos entender entre nosotros.

—¿Alguien quiere un pedazo de tarta? Es de jamón y queso —dijo mientras sacaba el tupper de la mochila. 

Ellos rechazaron con amabilidad y yo acepté un pedazo, en parte para que vean que no estaba envenenada ni nada.  

Llegando a Solís vimos que agarraron a la izquierda, lo que significaba que iban a agarrar la 9. 

—Si van por arriba, les pedimos si nos dejan en Pan de Azúcar.

—Sí, no hay drama

Quince minutos después estábamos bajando del Corsa verde que se había apiadado de estos dos viajeros.

—¡Muchas gracias!

—Que tengan buen viaje —agregó mi amigo

—Cuidensé chiquilines. ¡Buena suerte! —respondió Ana.

Ricardo nos saludó con la mano y una media sonrisa. 


Buscamos el papel con la dirección del cumpleaños y preguntando a un par de vecinos, dimos con el lugar. Había muchos invitados, repartidos en varias mesas, pero casualmente casi nadie de nuestra edad. Al llegar caminando con grandes mochilas y una carpa, fuimos el tema de conversación por un buen rato. 

Entre sándwiche y sándwiche les contábamos nuestras peripecias, adornándolas un poco, aprovechando que éramos el centro de atención en nuestra mesa. 

—Tuvieron suerte, yo no levanto a nadie ni loca —decía una señora vestida de azul.

—Sí, yo tampoco. Está muy peligrosa la cosa —respondía otra señora, que, por el parecido, seguro era pariente de la primera.

—Hoy cuando veníamos para acá, vimos a un pibe haciendo dedo, con un cartel que decía “No somos asesinos”. ¿Pueden creer? —decía un señor con un bigote en extremo tupido.

Otro señor de lentes le respondió algo usando un par de términos que nunca había escuchado. Mientras los adultos se reían del comentario, miré a Andrés, que se encogió de hombros mientras tomaba un buche de coca. 

En eso miré la hora, eran ya cinco y media. Mi amigo leyó la hora más en mi cara que en su reloj, pero la corroboró por las dudas. 

—Vamos a tener que ir arrancando —dije. 

—Sí, no queremos que se haga la noche, porque ahí sí que no nos levanta ni mi vieja —agregó él, señalando con el pulgar a la madre. 

Luego de agradecimientos, abrazos y promesas de cuidarnos, arrancamos ligero para la ruta. El sol estaba más bajo de lo que hubiéramos querido, pero habíamos pasado un buen rato, entonces estábamos animados.

Habremos estado unos veinte minutos sin que pasen demasiados autos, cuando a lo lejos vemos venir por la ruta a dos personas con tramo cansino. Si hubieran sido zombis, no nos habría sorprendido. Cuando están más cerca, vemos que son Ary y Franco, ¡nuestros amigos!

Están demacrados, con las caras un poco quemadas por el sol. No podíamos creer la coincidencia.

—¿Qué hacen acá? —dijo Andrés mientras los saludábamos.

Además de sus mochilas, Franco traía bajo el brazo una carpa, mientras que Ary tenía en una mano un bidón de algo rojizo-violáceo y en la otra una hoja de papel, toda arrugada.

—Costó mucho que nos pararan, una nos arrimó un tramo muy corto y una camioneta nos dejó acá, hace ya no sé cuántas horas.

—Vamos a la estación a por algo fresco —dijo Franco con voz ronca. —Y por puchos.

Los acompañamos a la estación de servicio que estaba a un par de cuadras. 

—¿Qué es eso? —le pregunto a Ary señalando el bidón.

—Es un vino casero que hicimos con mis viejos, ahora está un poco caliente.

Mala idea hacer dedo con eso, pensé, pero no dije nada.

Mientras Franco entra a comprar, Ary se sienta en un murito y empieza a alisar la hoja. Escrito grande, con lápiz, decía “¡No somos asesinos!”

—¡No te puedo creer! —dijo Andrés, y nos reímos a carcajadas. 

Como Ary no entendía nada, le contamos cómo había sido nuestro viaje y los cuentos del cumpleaños.


Cuando encaramos de nuevo a la ruta, faltaba muy poco para que oscurezca. Seguía un flujo bajo de autos, los cuales nos ignoraban por completo. Además, siendo cuatro, en la mayoría de los autos ni siquiera cabíamos. 

Estuvimos así hasta ya entrada la noche, cuando uno dijo lo que todos estábamos pensando:

—Bueno, gente, vamos a tener que acampar por acá.

Buscamos algún lugar lo más alejado de la ruta posible y armamos mi carpa contra algún alambrado. Demoré un poco porque la estaba estrenando y nunca la había abierto siquiera.

Prendimos alguna luz y liquidamos lo que quedaba de tarta. En eso vimos pasar caminando cinco pibes de nuestra edad, tres chicos y dos chicas. Todavía seguían haciendo dedo, mientras caminaban. Admiré su persistencia. 

No sé si vernos ahí rendidos los desmotivó, o qué, pero a la media cuadra frenaron y se fueron contra el alambrado. Pero uno de ellos siguió en la ruta, a ver si alguien se apiadaba. 

Estábamos jugando unas manos de truco cuando de repente un camión de esos larguísimos, de treinta o más metros de largo, frenó en la banquina, pasado un poco de donde estaba el otro grupo. Mientras juntábamos las cosas desperdigadas, Andrés se echó un pique hasta el camión. Intercambió unas palabras con uno de los muchachos y volvió corriendo.

—¡Vamos, rápido, nos levanta a todos!

Sólo faltaba desarmar la carpa, dudé por dónde empezar y en ese segundo veo como entre Ary y Andrés la levantan del piso y la doblan al medio cual si fuera un libro gigante, y salen corriendo hacia nuestra salvación. Corrí tras ellos.

La caja del camión eran básicamente cuatro paredes de metal, de más de metro cincuenta de alto, sin ningún techo. Unos subieron mientras otros les iban pasando las cosas desde abajo. Al estar adentro vimos que entre el cargamento había desperdigados otros jóvenes como nosotros. Éramos más de veinte en total.

—Agarrensé bien —decía uno.

—Metanlé algo de peso a esa carpa que se les va a volar —decía otro.

Me sentí como un soldado novato presentándose ante unos veteranos de guerra, antes de mi primera batalla. 

Le puse unas tablas arriba a la carpa, con cuidado porque tenía miedo de que la rasgaran. 

Cuando el camión empezó a tomar velocidad entendí bien las recomendaciones de los veteranos: por la forma del camión, el aire formaba un tubo adentro bastante potente. 

Pasé no sé cuánto tiempo así, quieto, con una mano agarrado de una pared, y con la otra sosteniendo las tablas. Las caras de mis amigos eran un mar de emociones: cansancio, adrenalina, excitación, nervios. Cuando el camión aminoró la marcha, miré a los demás, porque, aunque no veía nada para afuera, sabía que todavía no estábamos en la ciudad de Rocha, que era donde el camión nos dejaría.

—¡Peaje! —dijo uno de los veteranos, en una mezcla entre grito y susurró.

—¡No hagan ruido y no se paren! —dijo otro—. Hay cámaras delante.

Porque parece que no está muy bien visto llevar a unos chiquilines en un camión de carga. 

Cuando volvió a arrancar, supimos que había salido todo bien, entonces ahí todos respiramos, y luego saludamos a la cámara.


El camión nos dejó en Rocha un poco después de las once de la noche. Demás está decir que el tramo restante a La Paloma lo íbamos a hacer por algún medio un poco más ortodoxo. Comprobamos que la suerte seguía de nuestro lado cuando vimos que el último bus salía a medianoche.

Con la adrenalina ya diluida, ese tramo lo dormimos íntegro. Nos despertamos al grito del guarda y nos bajamos en la puerta del camping. 

Teníamos algunos amigos que estaban en un predio hacía unos días, entonces fuimos a la oficina para sumarnos a ese predio. 

—El camping está lleno —dijo el empleado con total indiferencia.

—Pero vamos a un predio que tiene lugar.

—No importa, está lleno.

—Hoy dos que estaban en el predio se fueron, así que al menos dos lugares hay.

Adivinando la siguiente respuesta, me adelanto:

—Entonces, ¿qué querés que hagamos, que nos vayamos a dormir a la ruta?

—Duerman donde quieran, acá no se pueden quedar. 

La entrada al camping consistía en una simple barrera para los autos. Por lo salimos de la oficina de registro, pasamos por el costado de la barrera y entramos al camping, hacia una merecida noche de descanso.


jueves, 3 de diciembre de 2020

Lentes

    Cuando uno es adolescente existe una cierta, llamemoslé, satisfacción, por contradecir la autoridad. Y la autoridad más cercana con la que convivimos a diario en esa época de la vida son nuestros padres. Si encima nos acusan de “ustedes van ahí a hacer quién sabe qué, seguro que a tomar, o a drogarse” y cuando lo que en realidad hacemos es ir a jugar jueguitos de computadora como unos buenos frankfurters, la ironía de esa contradicción aumenta la satisfacción.     Con “van” me refiero a mi amigo il Frulo y a mí, y con “ahí” me refiero a la casa de mi tío Ale, quien por tener sólo nueve años más que yo, la gente suele creer que somos primos.      La tarde de este domingo otoñal de quién sabe qué año liceal había transcurrido como muchos días de los últimos meses, yendo lo de Ale, que en vez de armar en su casa un laboratorio de meta o una boca, había hecho algo infinitamente mejor para nosotros, aunque menos redituable: había conectado tres computadores en red. Así es, teníamos, en los inicios de la década del doble cero, nuestro propio cyber. En la teoría, una de las computadoras era suya, la otra mía y la tercera de su novia. En la práctica, era un cuarto con tres máquinas en línea donde jugábamos interminables horas de juegos de soldados y pistolitas. Hoy nosotros dos somos conscientes de que en ese momento nos estábamos entrenando para lo que llego a ser lo mejor en lo que fuimos en algo. Podremos ser mejores o peores jugando al tenis, dibujando o contando anécdotas de tiempos más sencillos, pero nunca llegamos a ser tan buenos en nada, como lo fuimos jugando a eso. Sabíamos todos los mapas de memoria, como si hubiéramos pasado nuestra infancia corriendo por esos pasillos y edificios abandonados. En una partida cuatro contra cuatro en el cyber de Davo, cierto mequetrefe soberbio llegó a levantarse de su puesto, diciendo:     —Yo con ustedes no juego más. Ustedes no son humanos —palabras textuales, aunque quizás exageradas.     Nuestra triste realidad tercermundista nunca nos permitió evaluar nuestra habilidad en términos absolutos, es decir, contra jugadores de otras partes del mundo. La velocidad de conexión hacía que eso fuera imposible. Y quizás por eso hoy la palabra “mejor” tenga más peso.

Ese domingo que arranqué a comentarles y me perdí en nuestros delirios de grandeza, fue interrumpido un poco más temprano de lo habitual.

—Che, titis, terminamos esta ronda y me tengo que ir. Tengo el torneo. Pero ustedes quedensé si quieren —nos dijo Ale a eso de las siete y media. Es curioso que el torneo no era de este juego, era un torneo de fútbol que él había organizado: “Amigos de la Red”, un campeonato de fútbol 5 entre gente que se había conocido en Internet, principalmente por ICQ, Precursor del MSN, Yahoo! Messenger y todas esas yerbas. Ale siempre fue un tipo manso pero con una fuerte propensión a formar comunidad. Tanto entre nuestro “escuadrón” de juego como con la gente de la red. 

Como no era muy divertido quedarnos jugando mano a mano, arrancamos los tres para la parada. Hacía un poco frío, Frulo y yo sólo habíamos llevado unas camperitas de jogging, por lo que íbamos con los hombros encogidos y las manos en los bolsillos. Ale, por otra parte, tenía puesta una campera muy inflada que lo hacía ver el doble de ancho de lo que era en realidad y llevaba en una mano una carpeta con toda la información del torneo, y en la otra una bolsa llena de pelotas y la plata del boleto. Como tenía guantes, la bolsa se le vivía resbalando. 

En ese entonces él vivía en Uruguay y Barrios Amorín, en pleno Centro, por lo que íbamos a tomarnos el bondi en 18. A la cuadra y media, un flaco empezó a caminar detrás nuestro, a una buena distancia, que se iba acortando poco a poco. Cuando estuvo a unos pasos, nos preguntó:

—Eh, ¿tienen un cigarro? 

—Fah, no fumamos

—No, nada —respondemos al mismo tiempo

—¿Y una moneda? —insiste el flaco

—Nada, perdoná

En esto ya habíamos avanzado como media cuadra más, y hasta el día de hoy no sé de abajo de qué baldosa salieron, pero de un segundo al otro nos vimos rodeados por ese y dos o tres pibes más.

El pibe que teníamos delante parecía ser el líder de la bandita y era el que hablaba.

—¡Denme toda la plata! —dijo, mientras el flaco inicial y otros más nos empezaron a tantear a Frulo y a mí, que estábamos medio metro detrás de Ale. 

—No te voy a dar nada —respondió mi tío, con un tono neutro, ni desafiante ni asustado. Fáctico. 

—¡Mirá que tengo una pistola! —gritó el pibe, mientras hacía ademanes con la mano que tenía en el bolsillo. 

En eso, Frulo y yo vaciamos nuestro bolsillos. Él: llaves, boletera y billete de cinco pesos. Yo: llaves, boletera, lentes de sol. Por suerte nos dejaron las llaves y las boleteras. 

—Mostrame la pistola y te doy la plata —contestó Ale.

—No, la puta madre, ¡no quiero estar quemando! —dijo el pibe, ya más enojado.

—¡Dame la guita o te disparo! —insistió.

—No, mostrame la pistola y te doy la plata —seguía Ale con una calma que nunca le había visto.

—Dale, vamos —le dijo al líder el compinche que tenía al lado, mientras lo agarraba del brazo. 

—¡Que me dé la guita! —gritó el líder

—Es fácil, me mostrás la pistola y te la doy —respondió mi tío.

—¡Vamos, vamos! —le volvió a decir el compinche, esta vez logrando convencerlo.

Empezaron a alejarse lentamente hacia la vereda de enfrente, sin darnos la espalda. Cada tanto gritando alguna cosa como “están de vivos” o “si los encuentro de nuevo los mato”.

Arrancamos a caminar de nuevo. Y a respirar de nuevo.

—¿Están bien? —nos preguntó Ale con calma.

—Sí, sí, todo bien —dije.

—¿Les llevaron algo?

—Cinco pesos —dijo Frulo medio sonriendo, por lo barato que había salido la situación.

—Nada, los lentes no más —respondí, también aliviado.

Y fue ahí el momento que explota. ¿Se acuerdan cuando Olmedo se calentaba cuando le pateaban al Bobby? Bueno, igual, pero peor. Tiró la carpeta al piso, dejó caer la bolsa de pelotas y la plata del boleto y arrancó a las zancadas hacía los pibes que seguían alejándose. 

—¡Devolveme los lentes de mi sobrino! —les gritó. En su voz no había enojo, había autoridad.

Los pibes, que no entendían nada, seguían yéndose, medio dispersos. Dos de ellos empezaron a agarrar pedazos de baldosa de la vereda. 

—¡Dejá, Ale! —le grité, mientras intentaba que las pelotas no se salieran de la bolsa.

—¡Dame los lentes! —seguía gritando, desde la mitad de la calle, ya más cerca del último de ellos. 

—¡Dejá! Son unos lentes —le insistía yo.

El penúltimo, el flaco que había iniciado el contacto y que tenía mis lentes, miró a mi tío, miró a su líder, volvió a mirar a mi tío, dejó los lentes en el piso y siguió caminando. 

—¡Damelos! —volvió a gritar. 

El último flaco cambió de mano la baldosa, se agachó, agarró los lentes, y sin mirarlo a la cara, se los dio a Ale.

—Hijos de puta, si hubiera un policía cerca los hacía correr —nos dijo Ale mientras me daba los lentes y agarraba las cosas que habíamos recogido del piso

—Si hubiera un policía, los hacía correr —repitió mi tío, mientras me caía la ficha de que él acababa de robarle mis lentes a unos chorros.