Cuando uno es adolescente existe una cierta, llamemoslé, satisfacción, por contradecir la autoridad. Y la autoridad más cercana con la que convivimos a diario en esa época de la vida son nuestros padres. Si encima nos acusan de “ustedes van ahí a hacer quién sabe qué, seguro que a tomar, o a drogarse” y cuando lo que en realidad hacemos es ir a jugar jueguitos de computadora como unos buenos frankfurters, la ironía de esa contradicción aumenta la satisfacción. Con “van” me refiero a mi amigo il Frulo y a mí, y con “ahí” me refiero a la casa de mi tío Ale, quien por tener sólo nueve años más que yo, la gente suele creer que somos primos. La tarde de este domingo otoñal de quién sabe qué año liceal había transcurrido como muchos días de los últimos meses, yendo lo de Ale, que en vez de armar en su casa un laboratorio de meta o una boca, había hecho algo infinitamente mejor para nosotros, aunque menos redituable: había conectado tres computadores en red. Así es, teníamos, en los inicios de la década del doble cero, nuestro propio cyber. En la teoría, una de las computadoras era suya, la otra mía y la tercera de su novia. En la práctica, era un cuarto con tres máquinas en línea donde jugábamos interminables horas de juegos de soldados y pistolitas. Hoy nosotros dos somos conscientes de que en ese momento nos estábamos entrenando para lo que llego a ser lo mejor en lo que fuimos en algo. Podremos ser mejores o peores jugando al tenis, dibujando o contando anécdotas de tiempos más sencillos, pero nunca llegamos a ser tan buenos en nada, como lo fuimos jugando a eso. Sabíamos todos los mapas de memoria, como si hubiéramos pasado nuestra infancia corriendo por esos pasillos y edificios abandonados. En una partida cuatro contra cuatro en el cyber de Davo, cierto mequetrefe soberbio llegó a levantarse de su puesto, diciendo: —Yo con ustedes no juego más. Ustedes no son humanos —palabras textuales, aunque quizás exageradas. Nuestra triste realidad tercermundista nunca nos permitió evaluar nuestra habilidad en términos absolutos, es decir, contra jugadores de otras partes del mundo. La velocidad de conexión hacía que eso fuera imposible. Y quizás por eso hoy la palabra “mejor” tenga más peso.
Ese domingo que arranqué a comentarles y me perdí en nuestros delirios de grandeza, fue interrumpido un poco más temprano de lo habitual.
—Che, titis, terminamos esta ronda y me tengo que ir. Tengo el torneo. Pero ustedes quedensé si quieren —nos dijo Ale a eso de las siete y media. Es curioso que el torneo no era de este juego, era un torneo de fútbol que él había organizado: “Amigos de la Red”, un campeonato de fútbol 5 entre gente que se había conocido en Internet, principalmente por ICQ, Precursor del MSN, Yahoo! Messenger y todas esas yerbas. Ale siempre fue un tipo manso pero con una fuerte propensión a formar comunidad. Tanto entre nuestro “escuadrón” de juego como con la gente de la red.
Como no era muy divertido quedarnos jugando mano a mano, arrancamos los tres para la parada. Hacía un poco frío, Frulo y yo sólo habíamos llevado unas camperitas de jogging, por lo que íbamos con los hombros encogidos y las manos en los bolsillos. Ale, por otra parte, tenía puesta una campera muy inflada que lo hacía ver el doble de ancho de lo que era en realidad y llevaba en una mano una carpeta con toda la información del torneo, y en la otra una bolsa llena de pelotas y la plata del boleto. Como tenía guantes, la bolsa se le vivía resbalando.
En ese entonces él vivía en Uruguay y Barrios Amorín, en pleno Centro, por lo que íbamos a tomarnos el bondi en 18. A la cuadra y media, un flaco empezó a caminar detrás nuestro, a una buena distancia, que se iba acortando poco a poco. Cuando estuvo a unos pasos, nos preguntó:
—Eh, ¿tienen un cigarro?
—Fah, no fumamos
—No, nada —respondemos al mismo tiempo
—¿Y una moneda? —insiste el flaco
—Nada, perdoná
En esto ya habíamos avanzado como media cuadra más, y hasta el día de hoy no sé de abajo de qué baldosa salieron, pero de un segundo al otro nos vimos rodeados por ese y dos o tres pibes más.
El pibe que teníamos delante parecía ser el líder de la bandita y era el que hablaba.
—¡Denme toda la plata! —dijo, mientras el flaco inicial y otros más nos empezaron a tantear a Frulo y a mí, que estábamos medio metro detrás de Ale.
—No te voy a dar nada —respondió mi tío, con un tono neutro, ni desafiante ni asustado. Fáctico.
—¡Mirá que tengo una pistola! —gritó el pibe, mientras hacía ademanes con la mano que tenía en el bolsillo.
En eso, Frulo y yo vaciamos nuestro bolsillos. Él: llaves, boletera y billete de cinco pesos. Yo: llaves, boletera, lentes de sol. Por suerte nos dejaron las llaves y las boleteras.
—Mostrame la pistola y te doy la plata —contestó Ale.
—No, la puta madre, ¡no quiero estar quemando! —dijo el pibe, ya más enojado.
—¡Dame la guita o te disparo! —insistió.
—No, mostrame la pistola y te doy la plata —seguía Ale con una calma que nunca le había visto.
—Dale, vamos —le dijo al líder el compinche que tenía al lado, mientras lo agarraba del brazo.
—¡Que me dé la guita! —gritó el líder
—Es fácil, me mostrás la pistola y te la doy —respondió mi tío.
—¡Vamos, vamos! —le volvió a decir el compinche, esta vez logrando convencerlo.
Empezaron a alejarse lentamente hacia la vereda de enfrente, sin darnos la espalda. Cada tanto gritando alguna cosa como “están de vivos” o “si los encuentro de nuevo los mato”.
Arrancamos a caminar de nuevo. Y a respirar de nuevo.
—¿Están bien? —nos preguntó Ale con calma.
—Sí, sí, todo bien —dije.
—¿Les llevaron algo?
—Cinco pesos —dijo Frulo medio sonriendo, por lo barato que había salido la situación.
—Nada, los lentes no más —respondí, también aliviado.
Y fue ahí el momento que explota. ¿Se acuerdan cuando Olmedo se calentaba cuando le pateaban al Bobby? Bueno, igual, pero peor. Tiró la carpeta al piso, dejó caer la bolsa de pelotas y la plata del boleto y arrancó a las zancadas hacía los pibes que seguían alejándose.
—¡Devolveme los lentes de mi sobrino! —les gritó. En su voz no había enojo, había autoridad.
Los pibes, que no entendían nada, seguían yéndose, medio dispersos. Dos de ellos empezaron a agarrar pedazos de baldosa de la vereda.
—¡Dejá, Ale! —le grité, mientras intentaba que las pelotas no se salieran de la bolsa.
—¡Dame los lentes! —seguía gritando, desde la mitad de la calle, ya más cerca del último de ellos.
—¡Dejá! Son unos lentes —le insistía yo.
El penúltimo, el flaco que había iniciado el contacto y que tenía mis lentes, miró a mi tío, miró a su líder, volvió a mirar a mi tío, dejó los lentes en el piso y siguió caminando.
—¡Damelos! —volvió a gritar.
El último flaco cambió de mano la baldosa, se agachó, agarró los lentes, y sin mirarlo a la cara, se los dio a Ale.
—Hijos de puta, si hubiera un policía cerca los hacía correr —nos dijo Ale mientras me daba los lentes y agarraba las cosas que habíamos recogido del piso
—Si hubiera un policía, los hacía correr —repitió mi tío, mientras me caía la ficha de que él acababa de robarle mis lentes a unos chorros.
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