martes, 15 de diciembre de 2020

Dedo

    La frase “eso en otros tiempos era diferente” cada vez se puede utilizar más a menudo. Hoy en plena pandemia mundial, ya fines del año pasado pueden considerarse “otros tiempos”. Y cuando de adolescentes quisimos ir a dedo con mis amigos a Rocha, también eran otros tiempos. Los cuales, a su vez, eran diferentes a los tiempos cuando mis padres eran adolescentes. En su época probablemente pudieran llegar a Perú a dedo.     Estábamos por terminar el liceo y no queríamos empezar la facultad sin tener esta experiencia en nuestra ficha. Entonces Andrés, Franco, Ary y yo nos separamos en dos grupos (para parecer más inofensivos y aumentar nuestras chances de éxito) y emprendimos viaje. Que en mi equipo estuviera quien luego sería conocido en su facultad como “el sexy” creo que también aumentaba nuestras probabilidades.     Mi viejo nos dejó temprano en la ruta, en una zona que él consideró que era “buena para que nos levanten” y el de Andrés nos preparó una tarta de fiambre, por si nos daba hambre durante el viaje.     Nuestro destino puntualmente era La Paloma. Si podíamos ir directo, mucho mejor, pero si lo terminábamos haciendo en tramos, y en nuestro incierto camino llegábamos a ir por la ruta 9, teníamos la opción de parar en Pan de Azúcar, donde estaría la madre de Andrés en un cumpleaños, al cual estábamos invitados.     Empezamos el trámite de estirar el pulgar, de mañana, a eso de las nueve. Sin discriminar marca, modelo o color, hacíamos señas a todo quien pasara. La mayoría de los autos no se daban por aludidos o decidían ignorarnos. De las camionetas, en cambio, recibíamos más respuestas; supongo que tener el espacio suficiente les da una cierta responsabilidad moral con el “autoestopista”, como les gusta decir en la madre patria.      Durante las horas de la mañana recolectamos una buena cantidad de respuestas de los vehículos, en forma de gestos, los cuales sólo podíamos especular sobre su significado:     Mover el dedo en círculos, como simulando una sirena: “Estoy en la vuelta, no les sirve que los levante”.     Tocarse repetidas veces la parte de arriba de la cabeza con la palma de la mano: “Tengo la lona de la camioneta puesta, no la voy a sacar por ustedes”.     Sacudir rápido la mano con los dedos que no son el pulgar, juntos: “Estoy apurado, pero si no estuviera, encantadísimo de llevarlos”.     Y así otros tantos, muchos de los cuáles seguimos sin saber qué querrían decir.     Varios nos levantaban el pulgar. Ahí la mirada lo era todo, para diferenciar el sincero “Vamo’ arriba, ánimo, que seguro alguien los levanta” del sarcástico “Bien, bien, sigan así, haciendo dedo en la mitad de la ruta. ¿Por qué no se van a su casa?”

Habiendo pasado un buen rato del mediodía, nuestra frustración crecía a la par de nuestra hambre. Lo segundo sí pudimos solucionarlo, devorando más de la mitad de la tarta. 

Luego del almuerzo, con renovadas energías, seguimos dándole, hasta que casi una hora después, una pareja en sus treintas vemos que aminora la velocidad. No sabemos qué se decían, pero veíamos a ella ladear un poco la cabeza y él asentir con desgano. Frenaron pasados unos veinte metros.

—Vamos para San Carlos, ¿les sirve? —preguntó la muchacha, desde el asiento del acompañante.

—Sí, ¡bárbaro! ¡Gracias! —dijimos. A esa altura, con tal de avanzar un poco, nos venía bien cualquier destino.

Los primeros minutos fueron de un silencio incomodísimo. Era nuestra primera vez arriba de un auto de desconocidos, y probablemente fuera su primera vez también.

—¿Para dónde van? —preguntó él.

—Vamos al camping de La Paloma —dijo Andrés.

—Ah sí, lo conozco. Está bueno ese camping. Ahora hace mucho tiempo que no voy. 

Desde mi ángulo podía verle los ojos por el espejo retrovisor, los cuales emanaban un reproche que sólo por tono nunca hubiera descifrado. Con mi rodilla golpeé la de Andrés y sacudí apenas la cabeza, para que cambiemos de tema. Como nos conocemos desde que tenemos 5 o 6 años, no necesitamos mucho para hacernos entender entre nosotros.

—¿Alguien quiere un pedazo de tarta? Es de jamón y queso —dijo mientras sacaba el tupper de la mochila. 

Ellos rechazaron con amabilidad y yo acepté un pedazo, en parte para que vean que no estaba envenenada ni nada.  

Llegando a Solís vimos que agarraron a la izquierda, lo que significaba que iban a agarrar la 9. 

—Si van por arriba, les pedimos si nos dejan en Pan de Azúcar.

—Sí, no hay drama

Quince minutos después estábamos bajando del Corsa verde que se había apiadado de estos dos viajeros.

—¡Muchas gracias!

—Que tengan buen viaje —agregó mi amigo

—Cuidensé chiquilines. ¡Buena suerte! —respondió Ana.

Ricardo nos saludó con la mano y una media sonrisa. 


Buscamos el papel con la dirección del cumpleaños y preguntando a un par de vecinos, dimos con el lugar. Había muchos invitados, repartidos en varias mesas, pero casualmente casi nadie de nuestra edad. Al llegar caminando con grandes mochilas y una carpa, fuimos el tema de conversación por un buen rato. 

Entre sándwiche y sándwiche les contábamos nuestras peripecias, adornándolas un poco, aprovechando que éramos el centro de atención en nuestra mesa. 

—Tuvieron suerte, yo no levanto a nadie ni loca —decía una señora vestida de azul.

—Sí, yo tampoco. Está muy peligrosa la cosa —respondía otra señora, que, por el parecido, seguro era pariente de la primera.

—Hoy cuando veníamos para acá, vimos a un pibe haciendo dedo, con un cartel que decía “No somos asesinos”. ¿Pueden creer? —decía un señor con un bigote en extremo tupido.

Otro señor de lentes le respondió algo usando un par de términos que nunca había escuchado. Mientras los adultos se reían del comentario, miré a Andrés, que se encogió de hombros mientras tomaba un buche de coca. 

En eso miré la hora, eran ya cinco y media. Mi amigo leyó la hora más en mi cara que en su reloj, pero la corroboró por las dudas. 

—Vamos a tener que ir arrancando —dije. 

—Sí, no queremos que se haga la noche, porque ahí sí que no nos levanta ni mi vieja —agregó él, señalando con el pulgar a la madre. 

Luego de agradecimientos, abrazos y promesas de cuidarnos, arrancamos ligero para la ruta. El sol estaba más bajo de lo que hubiéramos querido, pero habíamos pasado un buen rato, entonces estábamos animados.

Habremos estado unos veinte minutos sin que pasen demasiados autos, cuando a lo lejos vemos venir por la ruta a dos personas con tramo cansino. Si hubieran sido zombis, no nos habría sorprendido. Cuando están más cerca, vemos que son Ary y Franco, ¡nuestros amigos!

Están demacrados, con las caras un poco quemadas por el sol. No podíamos creer la coincidencia.

—¿Qué hacen acá? —dijo Andrés mientras los saludábamos.

Además de sus mochilas, Franco traía bajo el brazo una carpa, mientras que Ary tenía en una mano un bidón de algo rojizo-violáceo y en la otra una hoja de papel, toda arrugada.

—Costó mucho que nos pararan, una nos arrimó un tramo muy corto y una camioneta nos dejó acá, hace ya no sé cuántas horas.

—Vamos a la estación a por algo fresco —dijo Franco con voz ronca. —Y por puchos.

Los acompañamos a la estación de servicio que estaba a un par de cuadras. 

—¿Qué es eso? —le pregunto a Ary señalando el bidón.

—Es un vino casero que hicimos con mis viejos, ahora está un poco caliente.

Mala idea hacer dedo con eso, pensé, pero no dije nada.

Mientras Franco entra a comprar, Ary se sienta en un murito y empieza a alisar la hoja. Escrito grande, con lápiz, decía “¡No somos asesinos!”

—¡No te puedo creer! —dijo Andrés, y nos reímos a carcajadas. 

Como Ary no entendía nada, le contamos cómo había sido nuestro viaje y los cuentos del cumpleaños.


Cuando encaramos de nuevo a la ruta, faltaba muy poco para que oscurezca. Seguía un flujo bajo de autos, los cuales nos ignoraban por completo. Además, siendo cuatro, en la mayoría de los autos ni siquiera cabíamos. 

Estuvimos así hasta ya entrada la noche, cuando uno dijo lo que todos estábamos pensando:

—Bueno, gente, vamos a tener que acampar por acá.

Buscamos algún lugar lo más alejado de la ruta posible y armamos mi carpa contra algún alambrado. Demoré un poco porque la estaba estrenando y nunca la había abierto siquiera.

Prendimos alguna luz y liquidamos lo que quedaba de tarta. En eso vimos pasar caminando cinco pibes de nuestra edad, tres chicos y dos chicas. Todavía seguían haciendo dedo, mientras caminaban. Admiré su persistencia. 

No sé si vernos ahí rendidos los desmotivó, o qué, pero a la media cuadra frenaron y se fueron contra el alambrado. Pero uno de ellos siguió en la ruta, a ver si alguien se apiadaba. 

Estábamos jugando unas manos de truco cuando de repente un camión de esos larguísimos, de treinta o más metros de largo, frenó en la banquina, pasado un poco de donde estaba el otro grupo. Mientras juntábamos las cosas desperdigadas, Andrés se echó un pique hasta el camión. Intercambió unas palabras con uno de los muchachos y volvió corriendo.

—¡Vamos, rápido, nos levanta a todos!

Sólo faltaba desarmar la carpa, dudé por dónde empezar y en ese segundo veo como entre Ary y Andrés la levantan del piso y la doblan al medio cual si fuera un libro gigante, y salen corriendo hacia nuestra salvación. Corrí tras ellos.

La caja del camión eran básicamente cuatro paredes de metal, de más de metro cincuenta de alto, sin ningún techo. Unos subieron mientras otros les iban pasando las cosas desde abajo. Al estar adentro vimos que entre el cargamento había desperdigados otros jóvenes como nosotros. Éramos más de veinte en total.

—Agarrensé bien —decía uno.

—Metanlé algo de peso a esa carpa que se les va a volar —decía otro.

Me sentí como un soldado novato presentándose ante unos veteranos de guerra, antes de mi primera batalla. 

Le puse unas tablas arriba a la carpa, con cuidado porque tenía miedo de que la rasgaran. 

Cuando el camión empezó a tomar velocidad entendí bien las recomendaciones de los veteranos: por la forma del camión, el aire formaba un tubo adentro bastante potente. 

Pasé no sé cuánto tiempo así, quieto, con una mano agarrado de una pared, y con la otra sosteniendo las tablas. Las caras de mis amigos eran un mar de emociones: cansancio, adrenalina, excitación, nervios. Cuando el camión aminoró la marcha, miré a los demás, porque, aunque no veía nada para afuera, sabía que todavía no estábamos en la ciudad de Rocha, que era donde el camión nos dejaría.

—¡Peaje! —dijo uno de los veteranos, en una mezcla entre grito y susurró.

—¡No hagan ruido y no se paren! —dijo otro—. Hay cámaras delante.

Porque parece que no está muy bien visto llevar a unos chiquilines en un camión de carga. 

Cuando volvió a arrancar, supimos que había salido todo bien, entonces ahí todos respiramos, y luego saludamos a la cámara.


El camión nos dejó en Rocha un poco después de las once de la noche. Demás está decir que el tramo restante a La Paloma lo íbamos a hacer por algún medio un poco más ortodoxo. Comprobamos que la suerte seguía de nuestro lado cuando vimos que el último bus salía a medianoche.

Con la adrenalina ya diluida, ese tramo lo dormimos íntegro. Nos despertamos al grito del guarda y nos bajamos en la puerta del camping. 

Teníamos algunos amigos que estaban en un predio hacía unos días, entonces fuimos a la oficina para sumarnos a ese predio. 

—El camping está lleno —dijo el empleado con total indiferencia.

—Pero vamos a un predio que tiene lugar.

—No importa, está lleno.

—Hoy dos que estaban en el predio se fueron, así que al menos dos lugares hay.

Adivinando la siguiente respuesta, me adelanto:

—Entonces, ¿qué querés que hagamos, que nos vayamos a dormir a la ruta?

—Duerman donde quieran, acá no se pueden quedar. 

La entrada al camping consistía en una simple barrera para los autos. Por lo salimos de la oficina de registro, pasamos por el costado de la barrera y entramos al camping, hacia una merecida noche de descanso.


jueves, 3 de diciembre de 2020

Lentes

    Cuando uno es adolescente existe una cierta, llamemoslé, satisfacción, por contradecir la autoridad. Y la autoridad más cercana con la que convivimos a diario en esa época de la vida son nuestros padres. Si encima nos acusan de “ustedes van ahí a hacer quién sabe qué, seguro que a tomar, o a drogarse” y cuando lo que en realidad hacemos es ir a jugar jueguitos de computadora como unos buenos frankfurters, la ironía de esa contradicción aumenta la satisfacción.     Con “van” me refiero a mi amigo il Frulo y a mí, y con “ahí” me refiero a la casa de mi tío Ale, quien por tener sólo nueve años más que yo, la gente suele creer que somos primos.      La tarde de este domingo otoñal de quién sabe qué año liceal había transcurrido como muchos días de los últimos meses, yendo lo de Ale, que en vez de armar en su casa un laboratorio de meta o una boca, había hecho algo infinitamente mejor para nosotros, aunque menos redituable: había conectado tres computadores en red. Así es, teníamos, en los inicios de la década del doble cero, nuestro propio cyber. En la teoría, una de las computadoras era suya, la otra mía y la tercera de su novia. En la práctica, era un cuarto con tres máquinas en línea donde jugábamos interminables horas de juegos de soldados y pistolitas. Hoy nosotros dos somos conscientes de que en ese momento nos estábamos entrenando para lo que llego a ser lo mejor en lo que fuimos en algo. Podremos ser mejores o peores jugando al tenis, dibujando o contando anécdotas de tiempos más sencillos, pero nunca llegamos a ser tan buenos en nada, como lo fuimos jugando a eso. Sabíamos todos los mapas de memoria, como si hubiéramos pasado nuestra infancia corriendo por esos pasillos y edificios abandonados. En una partida cuatro contra cuatro en el cyber de Davo, cierto mequetrefe soberbio llegó a levantarse de su puesto, diciendo:     —Yo con ustedes no juego más. Ustedes no son humanos —palabras textuales, aunque quizás exageradas.     Nuestra triste realidad tercermundista nunca nos permitió evaluar nuestra habilidad en términos absolutos, es decir, contra jugadores de otras partes del mundo. La velocidad de conexión hacía que eso fuera imposible. Y quizás por eso hoy la palabra “mejor” tenga más peso.

Ese domingo que arranqué a comentarles y me perdí en nuestros delirios de grandeza, fue interrumpido un poco más temprano de lo habitual.

—Che, titis, terminamos esta ronda y me tengo que ir. Tengo el torneo. Pero ustedes quedensé si quieren —nos dijo Ale a eso de las siete y media. Es curioso que el torneo no era de este juego, era un torneo de fútbol que él había organizado: “Amigos de la Red”, un campeonato de fútbol 5 entre gente que se había conocido en Internet, principalmente por ICQ, Precursor del MSN, Yahoo! Messenger y todas esas yerbas. Ale siempre fue un tipo manso pero con una fuerte propensión a formar comunidad. Tanto entre nuestro “escuadrón” de juego como con la gente de la red. 

Como no era muy divertido quedarnos jugando mano a mano, arrancamos los tres para la parada. Hacía un poco frío, Frulo y yo sólo habíamos llevado unas camperitas de jogging, por lo que íbamos con los hombros encogidos y las manos en los bolsillos. Ale, por otra parte, tenía puesta una campera muy inflada que lo hacía ver el doble de ancho de lo que era en realidad y llevaba en una mano una carpeta con toda la información del torneo, y en la otra una bolsa llena de pelotas y la plata del boleto. Como tenía guantes, la bolsa se le vivía resbalando. 

En ese entonces él vivía en Uruguay y Barrios Amorín, en pleno Centro, por lo que íbamos a tomarnos el bondi en 18. A la cuadra y media, un flaco empezó a caminar detrás nuestro, a una buena distancia, que se iba acortando poco a poco. Cuando estuvo a unos pasos, nos preguntó:

—Eh, ¿tienen un cigarro? 

—Fah, no fumamos

—No, nada —respondemos al mismo tiempo

—¿Y una moneda? —insiste el flaco

—Nada, perdoná

En esto ya habíamos avanzado como media cuadra más, y hasta el día de hoy no sé de abajo de qué baldosa salieron, pero de un segundo al otro nos vimos rodeados por ese y dos o tres pibes más.

El pibe que teníamos delante parecía ser el líder de la bandita y era el que hablaba.

—¡Denme toda la plata! —dijo, mientras el flaco inicial y otros más nos empezaron a tantear a Frulo y a mí, que estábamos medio metro detrás de Ale. 

—No te voy a dar nada —respondió mi tío, con un tono neutro, ni desafiante ni asustado. Fáctico. 

—¡Mirá que tengo una pistola! —gritó el pibe, mientras hacía ademanes con la mano que tenía en el bolsillo. 

En eso, Frulo y yo vaciamos nuestro bolsillos. Él: llaves, boletera y billete de cinco pesos. Yo: llaves, boletera, lentes de sol. Por suerte nos dejaron las llaves y las boleteras. 

—Mostrame la pistola y te doy la plata —contestó Ale.

—No, la puta madre, ¡no quiero estar quemando! —dijo el pibe, ya más enojado.

—¡Dame la guita o te disparo! —insistió.

—No, mostrame la pistola y te doy la plata —seguía Ale con una calma que nunca le había visto.

—Dale, vamos —le dijo al líder el compinche que tenía al lado, mientras lo agarraba del brazo. 

—¡Que me dé la guita! —gritó el líder

—Es fácil, me mostrás la pistola y te la doy —respondió mi tío.

—¡Vamos, vamos! —le volvió a decir el compinche, esta vez logrando convencerlo.

Empezaron a alejarse lentamente hacia la vereda de enfrente, sin darnos la espalda. Cada tanto gritando alguna cosa como “están de vivos” o “si los encuentro de nuevo los mato”.

Arrancamos a caminar de nuevo. Y a respirar de nuevo.

—¿Están bien? —nos preguntó Ale con calma.

—Sí, sí, todo bien —dije.

—¿Les llevaron algo?

—Cinco pesos —dijo Frulo medio sonriendo, por lo barato que había salido la situación.

—Nada, los lentes no más —respondí, también aliviado.

Y fue ahí el momento que explota. ¿Se acuerdan cuando Olmedo se calentaba cuando le pateaban al Bobby? Bueno, igual, pero peor. Tiró la carpeta al piso, dejó caer la bolsa de pelotas y la plata del boleto y arrancó a las zancadas hacía los pibes que seguían alejándose. 

—¡Devolveme los lentes de mi sobrino! —les gritó. En su voz no había enojo, había autoridad.

Los pibes, que no entendían nada, seguían yéndose, medio dispersos. Dos de ellos empezaron a agarrar pedazos de baldosa de la vereda. 

—¡Dejá, Ale! —le grité, mientras intentaba que las pelotas no se salieran de la bolsa.

—¡Dame los lentes! —seguía gritando, desde la mitad de la calle, ya más cerca del último de ellos. 

—¡Dejá! Son unos lentes —le insistía yo.

El penúltimo, el flaco que había iniciado el contacto y que tenía mis lentes, miró a mi tío, miró a su líder, volvió a mirar a mi tío, dejó los lentes en el piso y siguió caminando. 

—¡Damelos! —volvió a gritar. 

El último flaco cambió de mano la baldosa, se agachó, agarró los lentes, y sin mirarlo a la cara, se los dio a Ale.

—Hijos de puta, si hubiera un policía cerca los hacía correr —nos dijo Ale mientras me daba los lentes y agarraba las cosas que habíamos recogido del piso

—Si hubiera un policía, los hacía correr —repitió mi tío, mientras me caía la ficha de que él acababa de robarle mis lentes a unos chorros.


jueves, 26 de noviembre de 2020

No es tan fácil

 ¿Conocen los jugos esos en caja, Big C? A mi me encontraron un big C sabor páncreas hace tres días. Dicen que el de páncreas es de los más jodidos. Mabel, mi amada Mabelita, lleva estos tres días intentando convencerme de que me haga quimioterapia. “No es tan fácil...” me limito a contestarle cuando, terminando sus monólogos, me insiste que le responda algo. En mis 76 años he visto muy bien las ventajas, así como las grandes desventajas, de un tratamiento así. Y ella también. Entre los dos, no quiero ni contar cuántos familiares, amigos y conocidos lo han atravesado. Pero no me sorprende que ella aun así quiera que lo haga, Mabel siempre fue la optimista de los dos. 

He tenido una vida plena. Tengo dos hijas maravillosas y tres nietos fantásticos. Llevo casado 52 años con el amor de mi vida. Trabajé durante casi 40 años como economista, así que he hecho algún que otro análisis de costo/beneficio en mi vida, y la quimio no da positivo en ninguno de mis escenarios. Ni cerca. 

No voy a decir que ya hice las paces con esta porquería ni que ya viví todo, porque siempre quedan cosas por hacer. Sin duda que me encantaría ver crecer a mis nietos que están en sus veintes, pero no a cualquier precio. 

Hace 17 años tuve un peligroso accidente en la ruta, por suerte estaba solo, cuando una cubierta reventó y el auto volcó, dio tres vueltas antes de detenerse en la cuneta. Mientras el auto giraba sin control pensé que me iba a morir. Pero aun peor que estar nariz con nariz con la muerte fue el mes siguiente que pasé en silla de ruedas, con ambas piernas enyesadas y un total de siete clavos entre las dos. No podía hacer nada por mi cuenta. Si quería ir al baño, Mabel o algunas de las chiquilinas tenía que ayudarme. Si quería ducharme, teníamos que armar una silla en la ducha, ponerme bolsas en los yesos, era toda una odisea. Encima era verano. En el apartamento hay varios escalones, por lo que hasta mi circulación era limitada y para ir del dormitorio al living necesitaba que me ayuden. Esa sensación de dependencia, de tener a tus seres queridos pendientes de ti para las cosas más básicas e inimaginables, era una puntada en el pecho. Fue por esa sensación espantosa que me prometí a mi mismo que no volvería a pasar por algo similar.


Ahora estoy llegando al Tertulio, el bar donde me junto con mis amigos desde hace más años de los que quiero confesar. Ahora somos tres no más, porque hace un par de años que tuvimos que despedirnos de nuestro querido Beto, pero por suerte no por culpa de ningún cáncer. Al entrar veo a Chafo ya sentado en nuestra mesa habitual, siempre le gusta llegar temprano. Cuando me ve, se para y sin decir nada me da un largo abrazo, por más que nos vimos ayer. Charlamos un poco de fútbol y al rato llega Aldo. 

—Qué ojeras, macho —me embroma Aldo, que por suerte nunca se toma nada demasiado en serio. De los tres, soy el mayor por casi una década. A Chafo lo conocí trabajando y la esposa de Aldo es la mejor amiga de Mabel.

Cuando la charla trivial empieza a menguar y en el aire presiento que la cosa se va a poner más seria, tomo las riendas.

—Ya lo hemos hablado muchas veces, el hecho de que ustedes me conocen más que yo mismo —empiezo diciendo, ellos sonríen—. Pero esa calle es de dos sentidos, yo también los conozco muy bien. Y por eso sé que Mabel estuvo hablando con ustedes para que me convenzan de empezar el tratamiento.

Chafa se sonroja y Aldo se ríe y levanta las manos en señal de culpabilidad.

—Ustedes mejor que nadie saben que no es tan fácil como ella quisiera. Chafita, vos por ejemplo —y le doy unas palmaditas en el bolsillo de la camisa, donde irremediablemente guarda sus cigarrillos—. ¿Hace cuánto que tendrías que haber dejado esto? En esos pulmones no caben ni dos suspiros, pero vos le seguis dando y dando.

—Ricky, ya intenté dejar de fumar varias veces. ¿Y se acuerdan de aquel verano que nos fuimos de viaje? Ahí estuve casi un mes sin fumar.

 —Sí, porque perdiste una apuesta, y encima compartían habitación con Beto que con ese asma… —le responde Aldo.

—Es que hay dos o tres puchitos puntuales que son muy difíciles de dejar. El de la sobremesa, con un cafecito. O cuando paseo de noche al Plucky, por las calles vacías del barrio, se presta para un cigarrito. Es que ahora, una caja me dura varios días. Ya no es como antes.

—Sí, eso es verdad —confieso—. Es que no es fácil dejarlo, porque al igual que tantas otras, es una adicción. Últimamente nos gusta llamarle más “enfermedades” para justificarlo un poco, pero no empezaron tomo tales. 

» Y vos Aldo, con ese riñon, también tendrías que cuidarte mucho más con las comidas.

—Ya me la veía venir. Es que no es mi culpa, la culpa es de los restaurantes, que como el gobierno los obliga a poner platos sin sal en el menú, se desquitan con nosotros y ponen ahí lo peor de lo peor. En la carta ves unos raviolones de tiburón blanco con masa de rabanito y salsa de no sé qué —dice haciendo ademanes con las manos y con tono grandilocuente—, y en la sección sin sal, moñitas con queso magro rallado, o pollo hervido con ensalada de brócoli crudo.

»Además, ¡le ponen sal a toditas las cosas! Porque en las comidas lo entiendo, mejor que nadie, pero ¡a las galletitas dulces! ¿Hay necesidad?

—Sea la culpa de quien sea, si vos no te cuidas, vas a terminar en diálisis.  

—Pero yo sí que me cuido, ¡tomo mi medicación! —dice con fingido tono de ofendido mientras sacude un frasquito que saca del bolsillo del saco.

—Con ustedes dos no hay manera —digo rendido, y le hago una seña a Quique para que sirva otra ronda.


—Sí, es verdad que Mabel nos llamó, pero no pensábamos intentar convencerte, sabemos que cuando tomás una decisión, no hay manera de sacártela de esa cabezota— dice Chafo— pero por el cariño que le tememos a Maby, dijimos que nos íbamos a juntar contigo, y acá estamos. —Levanta el vaso y brindamos como por cuarta vez.

—Sin duda. Igual no vendría mal que nos cuentes cómo llegaste a tal decisión, ya que la tenés tan firme —dice Aldo.

—Creo que no hay mucho que decir. Las chances de que funcionen son pocas, mientras lo que tengo para perder es mucho —y me paso la mano por el pelo, que aunque completamente blanco, aún es bastante. —Vos no lo entenderías —embromo a Chafo que desde que lo conozco tiene la misma pelada.

—Sí, pero… ¿y si funciona? Aunque las chances sean pocas, el premio es el mayor que pueda existir —me responde Aldo, que de a poco se está saliendo de su personaje jocoso para ponerse un tanto más serio.

—Querido, tengo 76 pirulos. ¿Hasta cuándo querés que viva, hasta los 100?

—¿Y por qué no? Si no fuera por esto, estas mejor que cualquiera de nosotros dos. Y acordate mi tía, lo bien que estaba hasta el último día, vivió hasta… 

—¿Es por lo del accidente aquel que tuviste? —interrumpió Chafa, que estaba como ido. 

Este guacho sí que me conoce. Demoro un poco en responder, no quiero ir por ahí. Pero no me queda más remedio.

—Sí. En realidad sí. Vos sabés lo horrible que fue para mi.

—Ay Ricky, no jodas, no fue para tanto. Fueron 18 días, no un mes, como te gusta decir, y te manejabas bastante bien. Lo complicado era bañarte, y no mucho más. Fue más el susto que otra cosa.

—No importa, me prometí a mi mismo…

—Sí, el señor palabra dijo que nunca más iba a depender de nadie. Por su honor —me interrumpe Aldo, diciendo lo último con voz grave y tono burlón.

—Rick, nunca fuiste de rendirte fácil, no veo por qué empezar ahora. Como cuando trabajabas en la arrocera, ¿te acordás? Estuvieron a punto de cerrar, pero moviste cielo y tierra y terminaste consiguiendo la financiación que necesitaban y después de eso reflotaron.

—Sí, cuentos de esos se me ocurren varios. La verdad que ganarle a un cáncer es lo único que te falta. Después de eso te podes morir en paz —dice Aldo.

—Suerte que no venían con intenciones de convencerme, par de rufianes.


Al terminar esa segunda ronda, me despido de mis amigos y vuelvo caminando despacio a casa. Hoy de noche viene a cenar toda la familia. Cuando Mabel me dijo que ya había coordinado todo, lo único que le pedí fue que al menos por hoy no tocáramos el tema. Ya hablamos bastante ayer, y el día anterior. Pero como nunca está de más tener un plan B, en el camino memorizo cuatro o cinco temas de conversación para sacar, por si la charla se deriva en este tema. 

Cuando llego ya están casi todos ahí. Al saludar a Mabel sólo con mirarnos a los ojos ya no fue necesario decir nada. Ella sabe que me di cuenta que habló con los muchachos. De mi media sonrisa ella deduce que no lograron convencerme. Al menos no del todo. 


Por más que quiero aprovechar cada segundo que me queda con mi familia, me alegro de que sea martes y que la cena no se extienda demasiado, porque estoy agotado. Estas últimas noches apenas pegué ojo y ya lo estoy sintiendo. Me costó un poco, con tantas ideas rondando en mi cabeza, pero logré dormirme. En mitad de la noche tuve un sueño rarísimo, estaba sentado en una silla de ruedas gigante, desnudo excepto por mi traje de baño rojo, y todo alrededor un montón de manos que me empujaban o que tiraban de mi para que me levante. Estaban todos, Mabel, las chiquilinas, los nietos, mis amigos. Todos. Pero de repente no sentía más las manos. Estaban allí, pero todo comenzaba a desdibujarse y mi sentido del tacto se había apagado. Se volvió a prender recién cuando algo me envuelve una parte del meñique. Estaba todo desenfocado, pero logro mirar fijo en ese punto y veo que es una manito diminuta, de un bebé, que me está tomando del dedo. En seguida esa mano es agarrada por la mano de mi nieta, y cuando levanto la vista, veo su panza y noto que está embarazada. En ese momento me despierto, llorando, con la absoluta certeza de que tengo que vivir lo suficiente para poder conocer a mi bisnieto.


Canotaje

    En el momento que caímos al río, pensé que ahora sí se había complicado la jugada. Cuando el salvavidas me saca a flote de nuevo, veo a César y a Roberts ya agarrándose del borde de la canoa dada vuelta. Estábamos todos bien, por ahora. Al mirar río abajo, veo que el puente no da paso, y nosotros nos dirigimos inexorablemente hacía esa madeja de ramas puntiagudas y troncos atascados…     Cuando la semana anterior Roberts nos dijo al resto del equipo de los Barbas Marrones si queríamos hacer una travesía de dos días en canoa, todos nos entusiasmamos con la idea. Yo sonreí al recordar la vez que él y yo nos fuimos una mañana a la Isla de las Gaviotas, la que está en frente a Malvín. El mar estaba tranquilo, lo que permitió que pudiéramos entrar por la parte “de atrás” (es decir, el lado sur) que es más rocoso, a diferencia del lado norte, que es playa.      El plan de esta travesía era sencillo: llevar dos canoas y a los cinco de nosotros en camión a una zona cerca de Independencia, en Florida, donde nosotros iniciaríamos el trayecto río abajo y el camión nos pasaría a buscar, a la tardecita del día siguiente, por Santa Lucía, Canelones. Quién diría que quien nos pasaría a buscar no sería Ramón sino el destacamento de bomberos de la zona.

El sábado Ramón fue a por nosotros cuando aún no había amanecido, fuimos a recoger las canoas e iniciamos el viaje. Excepto yo, todos ya alguna vez habían participado en alguna travesía, por lo general más larga que ésta, en algunas vacaciones. Estábamos contentos de esta vez estar los cinco. Tocamos agua a eso de las 9:30 y en el primer tramo navegamos muy tranquilos, tres en una canoa y dos en la otra, durante toda la mañana, hasta que hicimos una breve pausa para almorzar: unos sándwiches y una coca. El río estaba manso, por lo que tuvimos que empezar a remar un poco más si queríamos llegar a destino antes de que anochezca: un amplio claro como pasando la altura de Veinticinco de Agosto, que Roberts conocía porque ya había andado en esta parte del río en otra oportunidad. Llegamos sobrados para hacer un fueguito y sentarnos con unos mates a ver el atardecer. 

Descargamos el equipo, armamos campamento, con bandera del equipo y todo, y atamos algunas latas de cerveza en una red, para que el agua fría hiciera lo suyo. Nunca olvidaré ese asado que hicimos, las risas que compartimos. Recuerdo en particular como embromábamos a Roberts por llevar sus pesadísimas tablas de picar de camping, ya bastante viejas, de las cuales él alega que es lo que le da un sabor extra.

—Me hubieras dicho y traía las de plástico de casa —le decía Ramos riéndose.


Los viejos y experimentados navegantes conocen el agua, tanto de río como de mar, como el buen escritor conoce los vaivenes de las historias y puede prever cuando la cosa se puede complicar. No era el caso de ninguno de nosotros, mal que le pese a quien crea lo contrario. Cuando ya habíamos terminado de comer, en determinado momento noté el ruido del río, algo que no había notado hasta ahora. Tenía a César en frente y al mirarlo veo que se percató de lo mismo. Me acerqué a Roberts y le pregunté:

—Está medio picado el río, ¿no? ¿No nos complicará la salida mañana?

—Vos tranquilo Peque, esto es una pasada —me respondió, y se quedó mirando el fuego como hipnotizado.

Roberts siempre ha demostrado ser un buen capitán, dentro y fuera de la cancha. Volví a recordar nuestra ida mano a mano a la Isla de las Gaviotas, que luego de un almuerzo frugal y unas buenas charlas sobre el futuro, nuestros anhelos y afines, nos dimos cuenta que el viento había cambiado y el mar se había picado mucho. Habremos estado una media hora para intentar salir por entre las rocas, con las olas pegándonos bastante duro. Confieso que llegué a asustarme en un momento, cuando una ola me hace golpear la espalda -y un poco la cabeza- contra una roca y luego otra me hace participar en un no consensuado sándwich de roca-yo-canoa. Me salvó que tenía puesto el salvavidas, que amortiguó un poco los golpes. Pese al susto del momento, en el fondo estaba tranquilo porque estaba con Roberts, sabía que todo iba a salir bien. Al final, luego de unos intentos fallidos más, decidimos hacer la opción más fácil: nos cargamos la canoa al hombro y cruzamos la isla de punta a punta, para salir tranquilamente por la playa. 


Cuando las latitas de cerveza hacía rato se habían acabado y las anécdotas menguaron, nos fuimos a dormir a las carpas. A la mañana siguiente me despierto con los gritos de CJ:

—Bo, gente, ¡el agua está llegando a la carpa!

Cual preparación para un ataque pirata, corríamos de aquí para allá, aprontando todo para una salida rápida. Cuando ya está todo preparado, Roberts nos para a todos y nos dice:

—Muchachos, este tramo va a ser un poco más difícil de lo que fue ayer. Si alguno tiene mochila, átela a la canoa, es demasiado incómodo ir con mochila y salvavidas. Quien tenga riñonera, sugiero que la guarde en el compartimiento estanco de la canoa negra, para que no se les zafe y pierdan todo. 

Como buen bicho de ciudad, yo había llevado mi billetera tal cual la tengo siempre, con todos mis documentos, tarjetas de crédito y hasta la tarjeta del ómnibus. Todo muy útil en la mitad del río. Metí todo en la canoa negra, en la que se subieron CJ y Ramos. César, Roberts y yo nos subimos en la roja. 

El río no estaba picado, estaba furioso. Por la diferencia de forma de ambas canoas, la nuestra empezó a ganarle distancia a la otra, aunque tampoco tenía mucha noción de por dónde iban ellos; toda mi atención estaba dirigida a ayudar a guiar la canoa y a mantener el equilibrio. 

Me cuesta medir las distancias en río, pero estimo que estaríamos a un par de kilómetros de nuestro destino, y estimo también que no pasaron demasiados minutos para demostrar que nuestros esfuerzos por guiar la canoa no eran los suficientes, al punto que tratando de esquivar un tronco, la canoa se dio vuelta.


En el momento que caímos al río, pensé que ahora sí se había complicado la jugada. Cuando el salvavidas me saca a flote de nuevo veo a César y a Roberts ya agarrándose del borde de la canoa dada vuelta. Estábamos todos bien, por ahora. Al mirar río abajo, veo que el puente no da paso, y nosotros nos dirigimos inexorablemente hacía esa madeja de ramas puntiagudas y troncos atascados, a unos doscientos metros. 

Intentamos hacer de timón con nuestros cuerpos, lo cual no sé si ayudó, ya que la voluntad del río no es de torcerse por tres pibes empapados, pero el hecho es que la canoa se fue dirigiendo hacia la orilla, hasta quedar encallada en la copa de un árbol, que era lo único que se veía del mismo por encima del agua. Apenas se detuvo, trepamos rápido al árbol. Mientras nos gritábamos a ver si estábamos bien y nos hacíamos señas con los pulgares, me pregunté cómo estarían CJ y Ramos. 

No pasaron tres segundos, que los vi en el agua, colgados de la canoa en medio del río. Desde el árbol no veíamos el puente, así que al poco tiempo los perdimos de vista. Como ya estábamos tan cerca de Santa Lucía, al poco tiempo unos vecinos de la zona nos vieron y nos gritaban cosas que el rugido del río tapaba. Nosotros les gritábamos que no se preocupen por nosotros, que vayan a ver a nuestros amigos, mientras hacíamos señas hacía el puente. Poco después de que empezó el intercambio inútil de gritos mudos, un vecino volvió con una cuerda que intentó tirarnos, pero que no llegaba a cubrir ni la mitad de la distancia. 


No sé cuánto tiempo habremos estado subidos en ese árbol, empapados, con frío y lo peor de todo, sin saber qué sería de nuestros amigos, hasta que de repente aparece un gomón a motor, repiqueteando inmune al furor del río. Estaba tripulado por dos bomberos, uno en el motor y otro en la proa, desde donde dirigía al primero. Toda la maniobra no duró más de dos minutos. Arrimaron el gomón al árbol, mientras el de atrás nos hacía señas de que nos quedáramos quietos, el de adelante ancló la embarcación al árbol con una cuerda. Luego ambos se acercaron al borde y de un tirón pusieron nuestra canoa atravesada arriba del gomón, cual caballero andante se cuelga a la damisela al hombro, y después uno a uno nos fueron guiando de la mano, para que subiéramos al gomón. 

Ante nuestras insistentes preguntas por Ramos y CJ, nos respondieron:

—Sus amigos están bien, están varados arriba del puente. 

—Tenemos que ir a rescatarlos —dijo firme César.

—Imposible, nene, —respondió el bombero del motor—, esas ramas que sobresalen pueden pinchar el gomón al toque. Ustedes tranquilos, nosotros nos encargamos.

Cuando nos dejaron en la orilla pudimos ver todo el panorama: CJ y Ramos estaban en medio del puente, con el agua casi por la cintura, agarrados de la baranda. De su canoa sólo se veía la mitad de atrás, la punta estaba metiéndose debajo del puente, rodeada del ramerío.

Los bomberos nos dejaron en la orilla y luego empezaron a cruzar el gomón para el otro lado del puente. Nosotros esperábamos ahí, mirando como los chiquilines hacían fuerza para mantenerse agarrados de la baranda. El gomón se acercó rápido a contracorriente a la otra baranda del puente y les hizo señas para que cruzaran hacia ellos. Con el agua casi en la cintura, no fue demasiado complicado pero tampoco un paseo placentero. Cuando estaban por llegar a donde estábamos nosotros se escucha el grito de César:

—¡No! —y señala hacia el medio del puente. Me da para mirar el último instante antes de que la canoa negra termine de ser engullida por el puente. Nos quedamos todos expectantes a ver si salía por el otro lado.

—Olvídense. No saben cómo es este puente del lado de abajo. Esa canoa no sale más —contestó uno de los vecinos de la zona.


Cuando llegaron, nos abrazamos con CJ y Ramos y en seguida les pregunto:

—¿Cómo llegaron hasta el medio del puente?

—Cuando la canoa se dio vuelta, nos agarramos cada uno de un lado y vimos cómo nos acercábamos rápido al puente. Nos gritamos e hicimos señas para frenarnos con las piernas contra el puente y las ramas, tratando de no clavarnos ninguna. Cuando logré subir y quedar parado vi que Ramos estaba todavía bajo del agua, como medio quieto. Me estiré, lo agarré del chaleco y lo tiré hacia mí —esa maniobra no debe haber sido fácil: Ramos debe pesar unos 20 kilos más que CJ—. No sabía si se estaba ahogando o qué... 

—No, como te decía, estaba intentando de rescatar las cosas —se defendió Ramos, aunque en el mismo momento que dijo eso, bajó la vista, no le quiso sostener la mirada.

—Las cosas no importan hermano, esto fue peligroso —dijo CJ, y tragó saliva.


Con mis amigos ahora a salvo fue cuando por primera vez me percaté que en esa canoa que acababa de ser devorada por el puente, estaba mi celular y mi billetera con todo. Para Roberts fue aún peor, porque en la billetera, aunque no tenía tantos documentos, tenía toda la plata para pagarle a Ramón, más un cuantioso extra que había traído para emergencias, irónicamente.

En este estado de desconcierto, de tranquilidad por estar todos bien mezclado con rabia por todo lo que perdimos, fue que hicimos el trayecto de vuelta a casa en el camión de Ramón. 

Cuando estábamos a más de mitad de camino y la adrenalina ya se había disipado, Ramos le dice a Roberts:

—Nunca llegaste a mirar el reporte del clima en esa página militar que te dijo mi viejo, ¿no?

El padre de Ramos era de esos veteranos ex-todas las siglas militares extrañas que se te ocurran, de esos que se tiran en paracaídas con un cuchillo entre los dientes y te derrocan un gobierno de una república bananera. Es decir, era alguien a quien convenía escuchar, al menos en estos temas.

—Bueno, en realidad ya habíamos quedado para este fin de semana, entonces... —respondía Roberts con esa sonrisa picaresca que le funciona muy bien con el sexo opuesto pero a nosotros sólo nos hace calentar.

En eso CJ explotó:

—¡La puta madre, Roberts! Esto fue una estupidez. Tuvimos suerte —dijo esta última palabra bien lento—. ¡Uno de nosotros pudo haber muerto en ese río!

—Ay, no es para tanto —respondió Roberts sin dar mucha importancia.

Después de eso, volvimos en silencio, nadie dijo una palabra más. Llegamos a Montevideo ya anocheciendo y Ramón nos dejó a cada uno en nuestras casas. Cuando entré a la mía mis padres me abrazaron como si hubiera vuelto de la guerra. Habían visto todo en el noticiero y no lo podían creer. 


Al otro día, luego del trabajo, estaba en el sillón escuchando música mientras mis padres miraban el noticiero. De repente, entre noticia de muerte y noticia de muerte, me llama la atención una imagen: Son dos policías sentados al lado de la bandera de Barbas Marrones. Me saco los auriculares y empiezo a escuchar:
...al mediodía de hoy la canoa que se perdiera ayer bajo el puente Santa Lucía, en las orillas del pueblo de Aguas Corrientes, a menos de 10 Km río abajo.

Salgo corriendo para llamar a Roberts por el teléfono fijo, cuando empieza a sonar. Atiendo.

—Peque, soy yo —dice Roberts

—Sí, ¡ya vi! —lo interrumpo —¿Vamos ahora a buscarla? 

—Sí, en diez te paso a buscar.


Al bajar el nivel del agua, la canoa se destrancó y siguió río abajo, donde fue encontrada por unos pescadores que de inmediato llamaron a la policía. La canoa estaba bastante averiada y la tapa del compartimiento estanco se había perdido, pero por esas gracias del destino, las benditas tablas de picar quedaron trancadas -porque había que hacerles un jueguito para meterlas y sacarlas-, impidiendo que se salieran todas las cosas, las cuales se empaparon pero nada se escapó ni se dañó, porque todo lo importante estaba en bolsas herméticas. Ese par de días la diosa fortuna se había pintado una burlona barba marrón en el rostro.