Habiendo pasado una hora del atardecer de aquel sábado de primavera,
existían sólo tres cosas que Dunn Rury podía estar haciendo en ese momento:
leyendo, tomando whisky, o cocinando alguna de sus bebidas caseras, siendo
hidromiel y cerveza sus preferidas. En esta oportunidad, estaba haciendo las
tres a la vez: leyendo El origen de
Excalibur, con un vaso de un single
malt de 18 años envejecido en barricas de cerezo en su mesita de lectura,
mientras esperaba que hirviera una mezcla de hidromiel con eucalipto.
Rury, que había nacido y vivido toda su vida en un pequeño pueblo de
Escocia, tenía a la sazón 75 años. Desde los 14 se había dedicado a la
herrería, primero como ayudante de su padre, y luego de que éste falleciera,
había continuado con el negocio familiar, fundado cinco generaciones atrás. El
secreto de la excelente calidad de los productos Rury radicaba en la inclusión
de distintos tipos de hierros (en porcentajes que sólo ellos conocían), traídos
de diversas partes del país. Desde que enviudó de su esposa hace tres años, era
cada vez menos el tiempo que dedicaba a su profesión. Aunque hay que reconocer
que no sólo la falta de entusiasmo era la razón, desde las grandes ciudades
provenían herramientas y utensilios creados industrialmente que, aunque de peor
calidad, tenían un precio bastante inferior. Es por eso que más que nada
realizaba encargos puntuales o muy personalizados.
Los Rurys no tenían hijos, por lo que el negocio familiar moriría con él.
Algo que quizás no fuera tan grave, pensaba Dunn, considerando las
circunstancias actuales. Mejor que sea por falta de descendencia que por falta
de trabajo. Por más que ya casi nunca pensaba en ello, él y su difunta esposa
Melania sí habían tenido un hijo, que de hecho fue la razón que hizo que Dunn
sentara cabeza y le propusiera matrimonio, luego de una juventud muy revoltosa,
por decirlo de una manera decorosa. Sin embargo, cuando apenas tenía seis meses
de vida, la pequeña criatura contrajo una neumonía y murió. En sólo medio año,
los Rurys habían pasado de vivir el momento más feliz de sus vidas, al más
traumático que a un padre le puede acontecer. Les llevo una década poder hablar
del tema sin que sus voces se quebraran y las lágrimas aparecieran.
Mientras Dunn leía su libro y disfrutaba su whisky, alguien tocó a la
puerta. Tomó la temperatura de la hidromiel y estimó que todavía faltarían más
de 20 minutos para el siguiente paso de su improvisada receta, por lo que se
despreocupó y fue a abrir la puerta; un sábado a esta hora no debe ser nada
importante, pensó. Su suposición se demostró equivocada, pues al abrir la
puerta se encontró ni más ni menos que con el gobernador del pueblo, el señor
Webster. Dunn, que vestía una camisa blanca y unos amplios pantalones marrones
con tiradores, enseguida pensó que estaba demasiado mal vestido para recibir a
alguien así, pero qué diablos, el hombre ya estaba allí, digamos que no tenía
la posibilidad de ir a cambiarse ahora.
“Gobernador Webster, qué sorpresa, ¿desea pasar?”
“Señor Rury, disculpe que lo moleste a estas horas. Sí, con su permiso.”
Webster se quitó el sombrero y entró, Dunn lo guió hasta el estar y lo invitó a
tomar asiento. El gobernador se sentó y apoyó en su regazo un enorme y antiguo
libro que traía consigo.
“¿Le molesta si lo tuteo?” comenzó el gobernador, que se veía un tanto
nervioso.
“No, para nada.”
“Mira Dunn, la razón por cual he venido a importunarte, es porque necesito
tu ayuda.”
“Sí, dime lo que necesitas.” Echando un vistazo al libro agregó, “¿Acaso
quieres hacerle una inscripción en bronce a ese imponente libro?”
“Perdona, me he expresado mal. No soy yo quien necesita tu ayuda, es el
pueblo entero. Y no es un asunto de herrería.” A esto Dunn frunció el ceño y
pensó que quizás quisieran que él se encargue de proveer las bebidas en alguna
de las tantas celebraciones del pueblo. Como no respondió nada, el gobernador
prosiguió. “Sólo ocho personas saben lo que estoy a punto de revelarte, y voy a
necesitar tu total discreción.” Las pobladas cejas canosas de Dunn se juntaron
aún más, hasta casi tocarse, pero asintió sin decir palabra.
“No queremos que se haga público para que no cunda el pánico, pero la
verdad es que hace dos días que el manantial de agua que corre por debajo del
pueblo ¡se secó! Estamos funcionando sólo con la reserva, ¡y nos queda sólo una
semana!”
“Gobernador, no tiene que decir más. Tiene a su total disposición mi
reserva personal de agua. Debo tener entre 2000 y 2400 litros, y si justo
hubiera venido unas horas antes, tendría más, pero en este momento estoy
cocinando un lote de hidromiel.”
“Dunn, tu ofrecimiento es muy generoso, y quizás tengamos que aceptarlo,
pero no es por eso que he venido.” Hizo una extraña pausa y tamborileó con sus
dedos sobre la cubierta del libro. “Lo que estoy por contarte muy probablemente
te parezca descabellado, pero te confieso que ya hemos intentado todo, tanto
con ingenieros locales como de la ciudad. Como sabes, el encargado de la
biblioteca y archivo del pueblo es uno de los miembros del Consejo, y ayer
recordó haber leído en este libro sobre una profecía que es un calco de nuestra
situación actual. No quiero aburrirte con ella, porque es bastante extensa,
pero en resumen, se interpreta que la persona de más edad del pueblo es la
única que puede devolver el agua al manantial, y revisando el Libro de Actas
del pueblo, desde que falleció Samuel hace dos meses, tú pasaste a ser el más
anciano del pueblo. Aunque el término aplique muy mal a tu condición.” agregó
el gobernador luego de mirar de arriba a abajo a Dunn. Lo cual era muy atinado,
ya que pese a sus tres cuartos de siglo, el viejo herrero mantenía una
vitalidad envidiable y un cuerpo sano y aún fibroso.
Cuando el gobernador terminó de hablar, la mente de Dunn se bifurcó como un
río con una isla en medio. Su mente más conservadora tomó el cauce norte y le
decía que era una locura lo que este hombre acababa de decirle. No solo una
locura, sino también una tontería y una pérdida de tiempo. ¿Cómo un cuento
escrito hace cuántas decenas de años iba a poder ayudarlos en este problema? Y
encima de eso, él mismo era el supuesto protagonista del cuento.
Pero por el cauce sur navegaba su mente más soñadora, la que
inconscientemente lo animaba a seguir viviendo pese a las tragedias, su mente
responsable de que sintiese esa fascinación por leyendas como la del Rey
Arturo. Y esa mente le susurraba que esto era lo que sin pensarlo, había
esperado toda su vida. Era una demostración de que el mundo no es tan lineal y
aburrido como parece, y que existen cosas desconocidas, mágicas incluso, que
sólo se develan en pequeñas oportunidades como ésta. Al final, la curiosidad
pudo más que la razón, y con una enigmática sonrisa en el rostro, Dunn le
contestó “Cuéntame Webster, ¿qué necesitas exactamente que haga?”