“Entonces
Álvaro, ¿podrás tener estos documentos verificados para el lunes?” me preguntó
Barros, mi jefe, desde la puerta y con la gabardina colgando del brazo. Por
suerte me encontraba de espaldas a él, de manera que no podía ver ni mi palidez
ni mis ojos como pelotas de ping-pong.
Esa
pregunta, aparentemente inocente, era la invitación a cometer el error más
importante de mi vida, sin mencionar algunos delitos penales. Para muchos, y
más en este país, puede que eso fuera moneda corriente, pero en mi caso, que
nunca tuve ni una multa de tránsito, esto se trataba de un asunto muy delicado.
Pero
antes, dejame que te cuente cómo llegué a esta situación.
Desde
que tengo uso de razón, mi familia -y más adelante mis amigos también- me han
hecho el estupendo favor de decirme que soy un genio. Que sé leer y escribir
desde mucho antes que los demás chicos, que aprendí inglés y alemán de manera
autodidacta, que salvé todo el liceo sin estudiar, que en facultad de derecho
leía una vez las cosas y ya me quedan, y como eso, otras tantas cosas. Hasta
que en un momento, inconscientemente, les terminé creyendo. Pensándolo en
retrospectiva, quizás ese fue el error más grande.
Terminada
la facultad, conseguí un trabajo rutinario en el departamento legal de una
empresa de mediano porte, con una buena paga y un horario reducido que me
permitía dedicarme a mi pasión de aquel entonces: la música. Eso fue por unos
años, hasta que conocí a mi esposa, que me transformó de aquel flaco de rulitos
y guitarra bajo el brazo, en lo que soy ahora, un padre de familia,
responsable, con una pequeña de 9 años que es lo que más quiero en el mundo.
Todo
era sencillo y feliz hasta que sucedió algo sorpresivo, la empresa donde
trabajé estos últimos 17 años cerró de la noche a la mañana. Las razones fueron
las de siempre: el contador estaba arreglado con una de las dueñas, desfalco,
dos pasajes a Bahamas y a tomar ron con coca en un colchón de dinero de la
empresa.Yo lo tomé con mi característico buen humor, pensando que me haría bien
el cambio de aire y que las empresas se pelearían para contratar a un cerebrito
como yo.
Luego
de un mes en el que apenas conseguí una entrevista para un trabajo
esclavizante, por una paga que era la mitad de mi anterior sueldo, pensé que la
mentada genialidad no se percibía en mi escueto curriculum.
Faltando
una semana para el segundo mes de desempleo, confirmé mis sospechas: en estas
casi dos décadas, el mundo había cambiado mucho, los delincuentes informáticos
se aprovechan de los grandes vacíos legales mientras van apareciendo nuevas
leyes, que todavía hacen agua por todos lados. Y yo que uso la computadora para
bajar el correo y mirar series, me siento por fuera de todo eso como aro de
barril.
Viendo
que la búsqueda de trabajo se volvía más difícil, hice algunas llamadas y
recurrí a algunos favores que me debían, hasta que logré una entrevista con
Héctor Barros, gerente de legales del Citizens Bank. La entrevista fue una
formalidad, ya que Barros es el mejor amigo del padre de mi cuñada. De más está
decir que ni habrá leído mi curriculum, si es que siquiera se lo enviaron, pues
mi fama de supuesto genio me precedía.
Así
es como llegamos a esta situación, mes y medio después de dicha entrevista, con
mi jefe pidiéndome que evalúe y ponga mi firma en unos documentos que hablan de
temas que desconozco y citan leyes que jamás leí. Una coma mal puesta en una
cláusula puede ser aprovechada por esas aves de rapiña y causarle al banco
pérdidas de decenas de miles de dólares.
Las
opciones son pocas: confesarle a Barros que tengo tanta idea de qué hablan
estos papeles como puede tener mi hija, y perder mi trabajo. Ni gastarme en
leerlo y firmarlo ciegamente, arriesgando no sólo mi trabajo sino también una
pérdida de dinero para la empresa. O conseguir a un tercero que valide los
documentos, teniendo que pasarle conocimiento del funcionamiento interno de la
empresa, lo cual violaría los contratos de confidencialidad que firmé, sin
mencionar que no sería nada barato y que tendría que seguir haciéndolo en el
futuro.
En
esa fracción de segundo imaginé en paralelo los resultados de esas acciones y
sentí cómo el estómago se me revolvía. Cuando escuché que Barros empezaba a
preguntarme de nuevo, pensando que no lo había escuchado, me armé de valor y le
contesté, “Sí, tranquilo Héctor, el lunes a primera hora te tengo esto
liquidado.”
Cuando
escuché la puerta de mi oficina cerrarse, puse un poco de música, Richard
Clayderman, que me ayuda a concentrarme, y le escribí un mensaje de texto a mi
esposa “MI AMOR, TENGO QUE QUEDARME EN LA OFICINA HASTA TARDE… PROBABLEMENTE
HASTA EL DOMINGO. TE LLAMO LUEGO.”
Este
“genio” tenía mucho que leer y aprender en las próximas 60 horas...
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