miércoles, 11 de enero de 2017

Ejercicio Nº10 - Clima

Uruguay siempre se jactó de tener un clima muy benevolente para con sus ciudadanos. Sí, es verdad que benevolente no implica predecible, ya que un soleado mediodía puede transformarse fácilmente en una lluviosa tarde, y viceversa. Pero la ausencia de terremotos, tornados, tsunamis, huracanes y toda esa parafernalia climática que la Tierra usa para vengarse de sus viles habitantes hace que de lo único que los uruguayos tengan para quejarse, es de la humedad; porque ni nieve tienen. Todo esto hace que este país tenga un clima más que deseable. Al menos hasta el año 2005…

El 23 de Agosto de 2005 fue un martes, y Gabriel se encontraba trabajando en su oficina de la Dirección Nacional de Meteorología. “Trabajando” es una rotunda exageración, ya que Gabriel estaba muy ocupado en otros menesteres. El 25 de Agosto se conmemora la Declaratoria de la Independencia y desde hace años, la víspera de este feriado nacional se ha convertido en una fiesta denominada La noche de la Nostalgia. Gabriel había prometido llevar a su novia a una fiesta de disfraces, pero faltando apenas 30 horas para dicha fiesta, él aún ni sabía de qué iría disfrazado. Es por eso que mientras en su monitor secundario tenía el mapa climático, en el principal recorría página tras página de alquiler de disfraces. 
Cuando a las 18:01 se encontraba apagando sus equipos para salir corriendo a Superfiestas a retirar el disfraz que había elegido, le llegó un email de Metsul, la agencia análoga brasilera. Miró de reojo el asunto, que ponía “Alerta de ciclón”, pero ni se molestó en abrirlo, ya que unas horas antes, su compañero del turno anterior ya había emitido una alerta roja oficial, previendo “vientos muy fuertes” de hasta 60 Km/h, algo que no es atípico en esta estación del año. Si sólo hubiera leído ese email…

Carla tuvo que quedarse trabajando hasta tarde el martes. Hasta muy tarde de hecho, ya eran las once de la noche y ella aún seguía en la oficina. Mientras hacía las últimas pruebas al software que había tenido que corregir, la joven programadora escuchaba a través de la ventana la lluvia torrencial. Y encima dejé el auto a tres cuadras. Pensó mientras apagaba las luces y ponía la alarma. Esa mañana su celular le había avisado que ese día llovería, entonces había tomado el recaudo de llevar un paraguas. Estuvo a punto de tirarlo en el primer tacho de basura que se cruzó, al descubrir que lo complicado no era la lluvia, sino el imponente viento que soplaba.
Luego de varios años de ahorro y de la colaboración importante de las horas extras como las de hoy, Carla hacía cinco meses que era la feliz propietaria de su primer autito, un Fiat Uno del ‘95. Su escasa experiencia al volante no fue la suficiente como para hacerle pensar que manejar por la rambla con este viento no sería el camino más adecuado. Cuando pasó por la zona del puerto, su auto era zarandeado por el viento lo que la dejó bastante asustada. Fue por ese miedo que le pareció haber visto mal, cuando a unos cuatrocientos metros una pila de cinco contenedores de repente tenía sólo cuatro. El viento era muy fuerte, pero, ¿era lo suficientemente fuerte para volar un contenedor? ¿Esas cosas no pesan decenas de toneladas?
Al alcanzar el tramo de la rambla que corre de suroeste a noreste, vio como las olas sobrepasaban el paredón y empapaban los autos. Aumentó el ritmo del limpiaparabrisas al máximo, pero fue en vano, la visibilidad era casi nula. Poco a poco fue reduciendo la velocidad, hasta que un par de cuadras más adelante tuvo que dar un volantazo para esquivar un Peugeot cuyo conductor no había sido tan precavido como ella y había chocado de atrás a un auto blanco. Este era el primer accidente que Carla presenciaba esa noche, pero no sería el último…

La mayoría de las personas tienen su ritual particular al momento de levantarse. Algunos van derecho al baño, otros se desperezan y estiran de tal manera que parece que tuvieran que correr una maratón ni bien salen de la cama. El de Jorge, en cambio, era bastante sencillo: tomaba su pastilla para la presión y prendía el noticiero. Como el 23 había sentido un dolor de cabeza intermitente durante casi todo el día, prefirió acostarse temprano. “Nada que doce horas de sueño no curen” siempre decía. Al prender la tele, todavía un tanto dormido, le costó unos segundos darse cuenta de que las imágenes que veía efectivamente correspondían a su querido Montevideo. Simplemente no podía creerlo. En algún momento de la noche había escuchado algo de lluvia, pero segundos después ya estaba dormido de nuevo. Por alguna estúpida razón que no lograba comprender, el canal había mandado al movilero a hacer la nota desde la calle, donde la cuantiosa lluvia empapaba al pobre muchachito. Intercalaban su imagen deplorable con la de autos aplastados por árboles, calles cortadas, cables de electricidad caídos y chispeando, y hasta una antena de una emisora de radio, tirada y retorcida como si Godzilla se le hubiera caído arriba. El movilero contaba que era el peor temporal desde mediados de los años 60, pero Jorge no recordaba haber visto nunca algo semejante, por más que en esa década tendría unos ocho años nada más. 
Catorce horas más tarde vería a otro reportero quien parece que ya habría pagado su derecho de piso varios años atrás, recapitulando cómodo y seco desde el canal, los datos y daños del increíble temporal: vientos registrados de casi 200 Km/h, diez muertos, más de 100.000 personas sin luz, 22.000 llamadas al 911 (cuando un día movido implica unas 3.000 y poco), dos antenas de radio caídas y el 1% de los árboles de la ciudad derribados. 
No, esto no era un informe de un huracán lejano con nombre de ex esposa en el estado de Florida, ni tampoco el de una isla remota que ni siquiera podía asegurar a qué parte del mapa pertenecía. Esto había pasado en su paisito, con su clima benevolente, mientras el dormía plácidamente sus doce horas...


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