miércoles, 4 de enero de 2017

Ejercicio Nº9 - Barrio

Samanta nunca fue muy aficionada a las tareas de vigilancia: suelen implicar muchas horas de tediosa espera, a veces sin ningún resultado mesurable.
Sin embargo, la casualidad quiso que esta vez le tocara hacerlo a dos cuadras de donde vivió cuando era pequeña, en el clásico barrio montevideano de Parque Rodó. Aprovechó estos tiempos “muertos”, según ella, para recordar aquellos años en los que todo era más fácil…


Mientras alguna gente tiene buena memoria visual, o auditiva, Samanta siempre se jactó de su gran memoria olfativa, por eso le pareció sentir el peculiar olor del lago verde del parque, al evocar el recuerdo de su madre y ella yendo a pasear en los botes a pedal. Ella siempre pensó que el color verde lima del lago era porque el agua estaba sucia, pero su madre le decía que estaba equivocada, que era por unas algas microscópicas que invadían el pequeño lago. Pese a eso, ni madre ni hija jamás se atrevieron a tocar el agua con la mano. Cada vez que paseaba en los botes, Samanta realizaba un fino trabajo de desgaste psicológico en su madre, para convencerla de bajar en alguna de las cuatro islas que ocupaban un tercio de la superficie del lago, por más que en ellas sólo hubiera vegetación y palmeras. Apenas una vez lo logró, por cinco minutos y sin que los dueños de los botes las vieran, porque descender a las islas estaba prohibido.


Toda ida al parque tenía siempre una parada obligada, y no, no era el puesto de churros (dos comunes y uno con dulce de leche por favor), era el “castillito”. Al lado del lago se encuentra una biblioteca pública, adentro de una humilde estructura que se asemeja algo a la de un castillo de verdad. Tiene una muralla que rodea los dos edificios que conforman la biblioteca, con almenas arriba de la doble puerta de madera y dos torres, una cuadrada y otra redonda, ubicada prácticamente adentro del lago.


El predio del parque Rodó cuenta no con uno sino con dos pequeños parques de atracciones mecánicas. La diferencia entre ellos es que uno tiene juegos para niños más chicos, como calesitas, autitos chocadores, o el “Dumbo”, una especie de calesita pero con elefantes que podían subir y bajar apretando botones. Mientras que el otro tiene juegos para más grandes, como el barco pirata, el tren fantasma y el samba: una superficie circular con asientos en la periferia que miran hacia el centro, que gira a gran velocidad mientras suena una música y el ángulo respecto al piso cambia bruscamente, sacudiendo a los participantes. Para muchos niños del barrio, la madurez no radica en poder atarse los cordones sin ayuda, ni en ir solos al almacén de la vuelta, sino en que los papás los lleven al parque de los grandes.  


Pero no todo es color de rosas en este barrio, pues a excepción de alguna callejuela de dos o tres cuadras, todo el resto de las calles están pobladas de árboles, uno cada siete u ocho metros, por regla general. Uno diría que eso es algo bueno, que el verde tapa el frío gris de las ciudades. Y sí, uno estaría en lo correcto, si los árboles de los que hablamos no fueran esta particular variedad de plátano, que en vez de dar bananas, en primavera libera una pelusa amarillenta que irrita los ojos y tortura a los alérgicos. El padre de Samanta, que vivió también en el barrio cuando chico, siempre le cuenta que en su época, esta pelusa no existía, porque es parte de una especie de fruto en forma de pelota que antes caía entera, sin desarmarse. Y conformaba una munición ideal para las guerras entre sus hermanos.

Samanta vio caer la noche aún apostada en el auto desde donde hacía vigilancia, y una vez más, igual que años atrás, la invadió ese aroma dulzón que tanto anhelaba, el olor a dama de la noche, un arbusto que nunca olió en ningún otro lado. Cerró sus ojos y a su mente vino la imagen del quiosco “Alcántara”, que quedaba a cinco cuadras de donde vivía. No solo estaba dos cuadras más lejos que “Lo de Néstor” sino que además, estaba mucho peor provisto, la variedad de helados era casi nula y los alfajores eran sólo de chocolate, no había ni uno de nieve. Pero esto para ella se compensaba con creces porque en Alcántara trabajaba Pablo, un chico siete años mayor que ella, que nunca la registró, pero por quien ella suspiraba cuando tenía doce o trece años…. ¿Qué será de la vida de Pablo hoy, tantos años después? pensó Sam cuando por fin vio abrirse la puerta de la casa que hace tantas horas vigilaba.

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