Siempre que Clara deseaba alejarse del mundo para poder pasar un rato con ella misma, acudía al mismo lugar, al viejo puente de piedra sobre el río Tahlin. Los ruidos metálicos que se desprenden de su bicicleta en cada pedaleada no le permiten apreciar la riqueza de sonidos naturales que ese lejano paraje provee, por eso ella tiene la costumbre de desmontar su bici y dejarla recostada contra un árbol veinte metros antes de llegar al puente, para poder absorber la energía de ese lugar aun antes de llegar. Esos pocos metros de caminata no los recorrió con la velocidad habitual por más que la vacilación en sus pasos era casi imperceptible. Lo que sí podría haber notado cualquier observador por más distraído que fuere, es como cada pocos pasos Clara tanteaba el bolsillo de su falda, para asegurarse que su contenido seguía allí.
El puente era curvo, de unos cuarenta metros de lado a lado y con una baranda de un metro de altura, lo suficientemente ancha como para sentarse cómodamente. Como era su costumbre, se sentó en el punto más alto de la curva, con sus pies descalzos mirando hacia afuera del camino, hacia el sur. Sacó la carta de su bolsillo, la cual se había arrugado todavía más con el viaje, pero no la leyó, no hacía falta, la había leído tantas veces que casi podría recitarla de memoria. Sólo se limitó a apoyarla en su regazo, doblada de tal manera que lo único que se leía era el “YEMA” escrito de puño y letra del amor de su vida, ese tonto apodo que le había puesto hace ya tanto tiempo.
A juzgar por la altura del radiante sol de primavera, pasaban algunas horas del mediodía. Los grillos ensayaban duelos de payadas en su propio idioma, mientras las mariposas jugaban a la mancha. Clara no pudo evitarlo y volvió a abrir la carta, y leyó por enésima vez (aunque por primera vez en voz alta), la penúltima oración:
Amada mía, si salimos victoriosos en la batalla del mes entrante, es muy probable que ganemos esta guerra de una buena vez. Y si Dios así lo quiere, pretendo ir a buscarte y pedirte de rodillas si quieres ser mi esposa.
La última palabra la dijo con la voz cortada, a la vez que una única lágrima rodó por su mejilla y cayó en el río, donde se perdió con tantas otras lágrimas anteriores.
En el agua, dos pececillos se perseguían en círculos, pero la chica, abstraída como estaba en sus propios pensamientos, vio en ellos representado el símbolo oriental del yin-yang, las fuerzas opuestas y complementarias, lo que tomó como señal para leer el final de la carta:
Sé que tu padre jamás lo permitiría, pero si tu estas tan segura como yo, de que quiero pasar el resto de mi vida contigo, ya tengo un plan para que huyamos juntos. Para siempre.
Sé que tu padre jamás lo permitiría, pero si tu estas tan segura como yo, de que quiero pasar el resto de mi vida contigo, ya tengo un plan para que huyamos juntos. Para siempre.
Las mariposas parecían haber preferido mudar su cancha de juegos al estómago de Clara, y el sonido de las ardillas era como si le hicieran burla a sus pensamientos, que pasaban por su cabeza a máxima velocidad.
Clara miró a sus espaldas, al lado norte del río, y se sorprendió de que a lo lejos estuviera empezando a formarse unas nubes un tanto amenazantes y al girar su vista al oeste, vio como el atardecer no estaba lejos. ¿Cuántas horas había estado absorbida en sus cavilaciones?
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