Uno de los recuerdos más antiguos que el correr del
tiempo aún no ha borrado -o al menos, no totalmente- ocurre cuando yo contaba 4
años de edad, o como nos gusta decir cuando somos pequeños, 4 años y medio. Lo
cual tiene sentido, medio año a esa altura de la vida es un porcentaje bastante
grande del total. Este recuerdo es el del nacimiento de mi única hermana.
Hermana menor, claro está.
Como hasta el momento era hijo único, nieto único para
mis abuelos maternos, y hasta sobrino único para mis tíos más cercanos, quienes
tampoco tenían hijos por aquel entonces, es de suponer que me acuerde de este
momento con un sabor un tanto amargo, ya que su aparición significaba mi
pérdida de protagonismo. Otros, personas afectuosas y familieras por ejemplo,
podrán pensar todo lo contrario, que el momento en que llega un hermano es un
momento de felicidad, el comienzo de un camino de complicidad y diversión. En
mi caso, ese evento se resume en estar en la sala de espera del hospital, de
noche, aburrido, sentado en un sillón de tres cuerpos, con grandes almohadones
de cuero negro, esperando a que nazca mi hermanita, para poder irnos a casa. De
repente, llega mi tío Ale, que sanguíneamente es mi medio tío paterno, pero que
en la práctica es más bien un primo o un hermano mayor, porque es apenas 9 años
mayor que yo. Se sienta a mi lado, “te traje algo” me dice. Me entrega una
bolsita que contiene una caja pequeña, no se me ocurre qué puede llegar a ser.
Cuando saco la caja de la bolsa, descubro muy contento que es un pequeño juego
de ajedrez. “¿Viste? Es magnético,” agrega, como si yo no estuviera ya lo
suficientemente feliz, “ya no va a pasar más que se acaben partidos porque
alguno sin querer tire las piezas.” Le agradezco y le pregunto si quiere jugar
un partido ahora. Por suerte accede, y en seguida me pongo a distribuir las
piezas en el tablero, dándole la vuelta cada tanto, poniendo las piezas de
cabeza, para probar cuánto resisten los imanes. Me pongo a pensar todos los
lugares donde voy a poder jugar, que antes no podía, como andando en auto por
ejemplo, que en los trayectos largos suelo aburrirme mucho. Nunca hubiera
sospechado que 15 o 20 años después tendría un celular que me permite hacer eso
y mil cosas más.
Luego, como si alguien hubiese tomado unas tijeras y
hecho dos cortes en la cinta de la historia de mi vida, tirado un tramo y unido
con cinta adhesiva lo restante, lo siguiente que recuerdo es unos días después,
cuando vino de visita mi tía, la hermana gemela de mi madre. Yo, obviamente,
aún seguía con la novelería de mi nuevo ajedrez y a todos les preguntaba si
querían jugar. A ella siempre le gustaron los juegos, entonces tenía esperanzas
de que dijera que sí, por más que estaba ocupada hablando con los otros
adultos. Con un entusiasmo bastante inferior al mío aceptó que jugáramos y se
retiró un poco de la mesa donde estaban charlando para quedar de costado a una
mesa ratona, donde yo ya estaba armando el tablero. Ella jugaba conmigo a la
vez que charlaba y se reía con mis padres, hasta que en un momento, una frase
cambió todo. “Tía, no podes mover ahí porque te hago jaque mate.” Miró hacia el
tablero aún sin procesar por completo lo que acababa de decirle, luego hizo un
gesto que es muy típico de mi madre también, como combinando movimiento de
cabeza y de ojos para enfocar, hasta que le cayó la ficha de que realmente su
rey blanco estaba en problemas. Ahí fue cuando giró la silla, apuntándola hacia
el juego, y su cara se transformó en la de la arquitecta tratando de resolver
una ecuación complicadísima. Creo que sólo le faltó apuntarle con la palma a
mis padres y pedirles que se callen para dejarla concentrarse. Fue luego de un
rato, recién cuando logró decir victoriosa “¡Jaque mate!”, que pudo volver a
girar la silla y retomar la conversación, notoriamente aliviada de no haber
perdido un partido de ajedrez con su pequeño sobrino de 4 años y medio.
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