Hace exactamente 6 días y 7 horas que Mei’Xing fue citado ante la
presencia del Soberano.
En esta oportunidad, su Alteza le encargó a su fiel mercenario
extranjero una misión que inicialmente parecía sencilla. Si sólo hubiera
sabido… Tenía que conseguir, en el plazo de una semana, una persona que
pudiese, digamos, pedir prestado por tiempo indefinido, una joya en particular.
Hasta ahí parecía fácil, conseguir ladrones es mucho menos complicado que
conseguir gente honesta.
Pero esta joya, inconvenientemente, pertenecía a un personaje llamado
Lasher, de quien Mes nunca había escuchado antes, pero que aparentemente era
una especie de leyenda entre los malvivientes. Y eso de que “ladrón que roba a
ladrón…” no es tan lineal como el dicho lo hace parecer.
Habiendo acudido ya a todos sus contactos, el mercenario no tuvo más
remedio que aferrarse a un rumor de un rumor, una tal Ranya, que según lo que
escuchó, sería perfecta para el trabajo. La pesquisa de esta mujer lo llevó
hasta este preciso momento, a la puerta del Diente de Cobre, una de las
tabernas con peor reputación de toda la región.
Ni bien cruzó el umbral, Mei sintió como varias miradas se posaron sobre
él, no de una manera muy amistosa que digamos. Esto no fue algo que lo
incomodara en lo más mínimo, sus diminutas orejas y su pelo color oliva siempre
se encargaban de dejar bien en claro que era un extranjero, los cuales no son
precisamente bienvenidos en esta época. Ignorando a los amistosos parroquianos,
se acercó al cantinero y sin mediar palabra, se limitó a mostrarle dos dedos,
confiando en que de esta manera el tabernero le serviría dos de lo que fuera
más común beber allí, por más que, sinceramente, desapercibido no estaba
pasando. Luego de pagar, se dirigió con sus bebidas al extremo de la barra e
intentó concentrarse en el tumulto, tratando de identificar los temas de
conversación de los distintos grupos.
A la mitad de su primer trago, sintió un leve cosquilleo en su pecho, y
al tiempo que su mano se deslizaba en su manga en busca de su daga, sintió el
familiar frio del acero apoyándose en su rodilla. Ese acero terminaba dentro de
la manga de una camisa, pertenenciente a una mujer que no parecía tener más de
treinta, de tez cobriza, ojos verdes e intensos y pelo negro como el carbón.
“Me ofende que acudieras a mí quedándote tan pocas horas restantes. Como veo
que soy tu última opción, no estarás en posición de negociar mi paga.” le
susurró Ranya, mostrando una sonrisa que desarmaría hasta al más recio de los
presentes.
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