martes, 27 de diciembre de 2016

Ejercicio Nº1 - Situación

Desde que era pequeño hasta casi mis veintes, viví en un barrio de Montevideo llamado Parque Rodó. Durante varios de los primeros años de esa época, mi familia y yo teníamos por costumbre ir a cenar en mi cumpleaños a un restaurante de la zona llamado Los Picapiedras. Sin embargo, como le sucede a muchos comercios de la ciudad, este restaurante no superó la rigurosa prueba del tiempo y cerró repentinamente. Desde ese entonces, siempre que un nuevo comerciante ha intentado probar suerte abriendo un local en esa esquina, me gusta ir al menos una vez.
Hoy me encuentro en este nuevo restaurante de la vieja esquina de Prato y Acevedo Díaz, el cual abrió sus puertas hace apenas una semana. Su nombre aún es un misterio, ya que todavía no han colgado ningún cartel que lo indique. Está ambientado de una manera moderna y rústica, aunque acogedora, con mucha madera y luz cálida e indirecta. A diferencia de su anterior encarnación, en la cual la oferta gastronómica incluía más que nada cervezas, tragos y platos para compartir, ahora la pinta que da, al menos al verlo de afuera, es más de restaurante y con precios por encima de la media; de esto último me doy cuenta porque hay copas dispuestas en las mesas y servilletas de tela.
Al entrar veo unas 10 o 12 mesas en distintas combinaciones de tamaños, elijo una para dos personas en el centro del salón y me siento mirando hacia los ventanales que dan a la calle. Mientras espero al mozo, envío un mensaje de texto a mi novia indicándole que la espero adentro. Para haber abierto hace tan poco tiempo y ser un miércoles por la noche, ver casi 20 clientes me pareció bastante exitoso. A mi derecha, cerca de la puerta, se encuentra una de las mesas que más colabora con esa cifra, cinco viejitas y un viejito charlan animosamente y disfrutan de unas pizzetas compartidas muy bien presentadas y cargadas de gustos, que abren aún más mi apetito. Mientras pienso en este Don Juan octogenario con sus cinco damiselas, en si llegará al medio milenio la suma de sus seis edades, y en que me encantaría que si llegase a esa edad, aún tuviera la suerte de tener un grupo de amigos con quien ir a cenar y la salud para poder disfrutarlo, un mozo se acerca hacia mi mesa. En total conté cuatro personas trabajando de este lado del mostrador, quien me tocó es un muchacho en sus veintes, pelo rapado, múltiples tatuajes, que me saluda muy amablemente -quizás hasta demasiado- y me entrega el menú. Cuando amaga a retirar el servicio del otro lado de la mesa, le digo que vamos a ser dos, entonces deja otra carta más, y se despide con una sonrisa con partes iguales de brackets y dientes. Al ver el menú el misterio del nombre se devela y me rio para mis adentros: casualmente el restaurante se llama Don Juan. También puedo comprobar mis prejuicios en lo que respecta a los precios, están por encima de la media, pero enseguida recuerdo aquellas suculentas pizzetas y pienso que capaz pueden valer el precio extra. Mientras continúo hojeando los platos principales, llama mi atención que de entre todo el murmullo general, alguien está hablando en un idioma que no identifico. Noto que se trata de dos chicas jóvenes, sentadas en frente de mí, pero a las que veo sólo parcialmente porque una columna las tapa. Son de tez blanca pero no demasiado como para acotar su procedencia a algún país nórdico. La más alta y robusta tiene pelo negro mientras que la de complexión media lo tiene castaño, hablan poco y rápido y no llego a ver qué están comiendo. Luego de medio minuto de intentar tamizar sus escasas palabras de entre el ruido circundante, estimo que puedan ser de Europa del este. Más tarde me daré cuenta que le erré por varios miles de kilómetros.
De los otros tres trabajadores, observo que uno de los dos hombres cumple el mismo rol que el que me atendió y está vestido de igual manera, ambos son mozos que toman pedidos. El otro, un gordito de 40 y poco, que en vez de tener camisa negra tiene una blanca con rayas azules, muy probablemente sea el encargado o tenga alguna relación con el dueño, pues aunque desempeña la función de sommelier, da órdenes disimuladas a los demás mozos. Justo en el momento que me decido por una hamburguesa de salmón con papas rústicas, veo a través del ventanal a Mariana quien me ve y me devuelve el saludo. Mientras entra y se acerca, descubro el rol de la cuarta moza, una muchacha joven de edad indefinida, pelo atado en un moño y camisa blanca, es la que ayuda a entregar los platos, o como gusta el mundillo gastronómico de llamarle, la runner. Mi novia, luego de darme un beso y acomodarse en frente, me pregunta “¿Viste que tenés dos colegas acá atrás?” mientras señala disimuladamente con su pulgar hacia ella misma. Abro los ojos como platos y luego frunzo el ceño, totalmente descolocado. “¿Programadoras?” atino a preguntar con incredulidad. Ella se ríe. “No, no, hacen krav maga.” Levanto una ceja mientras ella disfruta de mi desconcierto. Mientras levanta un poco la mano y mueve los ojos hacia un costado tratando de concentrarse me dice bajito “Tenían un bolso con el logo al costado de su mesa… esperá…” sonríe un poco más “y encima son de origen, están hablando hebreo.”