Silencio.
Absoluto silencio.
Teniendo una hija
liceal y madrugadora, viviendo en un pequeño apartamento de finas paredes de
yeso en una calle poco transitada de Queens, lo último que esperaba escuchar
Clark un jueves luego de apagar el despertador, era silencio.
Extrañado, se
dirigió a la cocina, donde Megan a estas horas suele estar preparando uno de
sus licuados. Nada; ningún indicio de actividad.
Luego de pasar
por el baño a lavarse la cara, se encaminó hacia el dormitorio de ella, 95%
contento de poder burlarse de la dormilona y 5% preocupado, deber de todo buen
padre. La puerta estaba abierta, y la cama, donde anoche vio durmiendo
plácidamente a su niña al volver tarde a casa, perfectamente tendida. Megan muy
rara vez hace algo más que estirar el acolchado vagamente hasta la almohada.
Clark cerró los
ojos y sacudió la cabeza para intentar despertarse un poco más, a la vez que su
nivel de preocupación subía en forma de cosquilleo helado por la espalda. Trotó
de vuelta a su cuarto, en busca de su celular para llamarla, mientras en su
interior albergaba la esperanza de que Megan haya tenido que ir temprano al
liceo por algún motivo que olvidó mencionarle. Llamó, y mientras el tono de
espera sonaba, sintió como si le dieran una patada en la boca del estómago al
escuchar desde el cuarto de Megan, su celular sonando. Ella nunca en la vida
hubiera salido de casa sin su teléfono. Jamás. Iba hasta al baño con él. Una
vez incluso lo puso en una bolsa hermética para poder hablar con su mejor amiga
mientras se bañaba. Su mente, incapaz de poder pensar en las implicancias de
esto, se esmeraba por traer este tipo de recuerdos, inútiles en este momento.
Sentándose en su
cama y apoyando los antebrazos sobre los muslos, Clark intentó calmarse,
respirando honda y pausadamente. Decir que lo consiguió sería exagerar, pero al
menos ya había vuelto a pensar con lucidez. Corrió de vuelta al cuarto de su
pequeña y revisó la ventana. Estaba cerrada y no parecía haber sido forzada,
pero estaba destrabada. Abrió la ventana y asomando la cabeza hacia afuera, fantaseó
con la probabilidad de alguien subiendo por la escalera de emergencia, entrando
por la ventana y secuestrando a su hija. Era ciertamente improbable, por lo que
se sentó en el piso y comenzó a sopesar las alternativas. Si había olvidado su
celular, debió haberse ido por alguna emergencia grave, pero en ese caso no
haría su cama. Si tuvo que ir temprano al liceo, o se desveló y decidió salir
caminando despacio, o cualquier alternativa similar, seguro hubiera llevado su
teléfono. En el caso de habérselo olvidado, a los pocos metros habría vuelto a
por él, al intentar usarlo para escuchar música. Poco a poco, la alternativa
del secuestro iba abriéndose paso en el podio de la probabilidad.
Dejando con
dificultad el pudor de lado, tomó el teléfono de su hija y revisó los últimos
mensajes y llamadas, en busca de alguna pista. Luego de unos minutos de fútil
búsqueda, decidió llamar a Shannon, la mejor amiga de Megan.
“Megu, ¿cómo
estás? No me digas que te olvidaste de escribir el ensayo…” dijo Shannon de prisa
ni bien atendió. Era una buena chica, aunque siempre andaba un poco acelerada.
Clark la interrumpió.
“Shannon, no, soy
Clark. Me desperté y Megan no estaba, dejó su celular en el escritorio y dejó
su cama tendida. ¿Tenés alguna idea de dónde puede estar?” formuló esa pregunta
con la voz un tanto entrecortada.
Megan hizo un
silencio. Dos silencios. “¿Megan? ¿Estás ahí?”
“Ay señor
Mallory, por favor, haga lo que haga, no llame a la policía. Ya mismo salgo
para su casa. Tengo algo muy serio que contarle.” dijo la adolescente, cortando
la comunicación.
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