Desde que era pequeño hasta casi mis veintes, viví en un barrio de
Montevideo llamado Parque Rodó. Durante varios de los primeros años de esa
época, mi familia y yo teníamos por costumbre ir a cenar en mi cumpleaños a un
restaurante de la zona llamado Los Picapiedras. Sin embargo, como le sucede a
muchos comercios de la ciudad, este restaurante no superó la rigurosa prueba
del tiempo y cerró repentinamente. Desde ese entonces, siempre que un nuevo
comerciante ha intentado probar suerte abriendo un local en esa esquina, me
gusta ir al menos una vez.
Hoy me encuentro en este nuevo restaurante de la vieja esquina de Prato y
Acevedo Díaz, el cual abrió sus puertas hace apenas una semana. Su nombre aún
es un misterio, ya que todavía no han colgado ningún cartel que lo indique. Está
ambientado de una manera moderna y rústica, aunque acogedora, con mucha madera
y luz cálida e indirecta. A diferencia de su anterior encarnación, en la cual
la oferta gastronómica incluía más que nada cervezas, tragos y platos para compartir,
ahora la pinta que da, al menos al verlo de afuera, es más de restaurante y con
precios por encima de la media; de esto último me doy cuenta porque hay copas
dispuestas en las mesas y servilletas de tela.
Al entrar veo unas 10 o 12 mesas en distintas combinaciones de tamaños,
elijo una para dos personas en el centro del salón y me siento mirando hacia
los ventanales que dan a la calle. Mientras espero al mozo, envío un mensaje de
texto a mi novia indicándole que la espero adentro. Para haber abierto hace tan
poco tiempo y ser un miércoles por la noche, ver casi 20 clientes me pareció
bastante exitoso. A mi derecha, cerca de la puerta, se encuentra una de las
mesas que más colabora con esa cifra, cinco viejitas y un viejito charlan
animosamente y disfrutan de unas pizzetas compartidas muy bien presentadas y
cargadas de gustos, que abren aún más mi apetito. Mientras pienso en este Don
Juan octogenario con sus cinco damiselas, en si llegará al medio milenio la
suma de sus seis edades, y en que me encantaría que si llegase a esa edad, aún
tuviera la suerte de tener un grupo de amigos con quien ir a cenar y la salud
para poder disfrutarlo, un mozo se acerca hacia mi mesa. En total conté cuatro
personas trabajando de este lado del mostrador, quien me tocó es un muchacho en
sus veintes, pelo rapado, múltiples tatuajes, que me saluda muy amablemente
-quizás hasta demasiado- y me entrega el menú. Cuando amaga a retirar el
servicio del otro lado de la mesa, le digo que vamos a ser dos, entonces deja
otra carta más, y se despide con una sonrisa con partes iguales de brackets y
dientes. Al ver el menú el misterio del nombre se devela y me rio para mis
adentros: casualmente el restaurante se llama Don Juan. También puedo comprobar
mis prejuicios en lo que respecta a los precios, están por encima de la media,
pero enseguida recuerdo aquellas suculentas pizzetas y pienso que capaz pueden
valer el precio extra. Mientras continúo hojeando los platos principales, llama
mi atención que de entre todo el murmullo general, alguien está hablando en un
idioma que no identifico. Noto que se trata de dos chicas jóvenes, sentadas en
frente de mí, pero a las que veo sólo parcialmente porque una columna las tapa.
Son de tez blanca pero no demasiado como para acotar su procedencia a algún
país nórdico. La más alta y robusta tiene pelo negro mientras que la de
complexión media lo tiene castaño, hablan poco y rápido y no llego a ver qué
están comiendo. Luego de medio minuto de intentar tamizar sus escasas palabras
de entre el ruido circundante, estimo que puedan ser de Europa del este. Más
tarde me daré cuenta que le erré por varios miles de kilómetros.
De los otros tres trabajadores, observo que uno de los
dos hombres cumple el mismo rol que el que me atendió y está vestido de igual
manera, ambos son mozos que toman pedidos. El otro, un gordito de 40 y poco,
que en vez de tener camisa negra tiene una blanca con rayas azules, muy
probablemente sea el encargado o tenga alguna relación con el dueño, pues
aunque desempeña la función de sommelier,
da órdenes disimuladas a los demás mozos. Justo en el momento que me decido por
una hamburguesa de salmón con papas rústicas, veo a través del ventanal a
Mariana quien me ve y me devuelve el saludo. Mientras entra y se acerca,
descubro el rol de la cuarta moza, una muchacha joven de edad indefinida, pelo
atado en un moño y camisa blanca, es la que ayuda a entregar los platos, o como
gusta el mundillo gastronómico de llamarle, la runner. Mi novia, luego de darme un beso y acomodarse en frente, me
pregunta “¿Viste que tenés dos colegas acá atrás?” mientras señala
disimuladamente con su pulgar hacia ella misma. Abro los ojos como platos y
luego frunzo el ceño, totalmente descolocado. “¿Programadoras?” atino a
preguntar con incredulidad. Ella se ríe. “No, no, hacen krav maga.” Levanto una
ceja mientras ella disfruta de mi desconcierto. Mientras levanta un poco la
mano y mueve los ojos hacia un costado tratando de concentrarse me dice bajito
“Tenían un bolso con el logo al costado de su mesa… esperá…” sonríe un poco más
“y encima son de origen, están hablando hebreo.”
1 comentario:
Buenisimo! jeje
Publicar un comentario